El infierno es esto: el apartamento de Catwoman o la paradoja de vivir atrapada entre paredes rosas
Veinte años antes de Instagram y Pinterest, el ahora venerado piso de Selina Kyle en ‘Batman Returns’ simbolizó el aparentemente inocente (y falso) refugio de la mujer precaria y oprimida socialmente.
«¡Cariño, ya estoy en casa! … Oh, olvidé que no estoy casada»
Noche cerrada. Selina Kyle entra en su minipiso, agotada, dice esta frase y se dispone a refugiarse en su coqueto –eufemismo de inmobiliaria para embellecer lo precario– apartamento rosa con vistas al ruidoso ferrocarril de Gotham. «¿Hay alguien más patético que yo? Sí, te pareceré patética, pero soy una chica trabajadora, hay que pagar el alquiler», dice resignada a su único compañero de piso, su gato, mientras lo alimenta despeinada por el trajín diario. Selina se autofustiga mientras escucha los mensajes del contestador, abre su cama canapé escondida en un armario para ahorrar espacio y comprueba que solo tiene recados de su madre –para recordarle que se está pudriendo en la ciudad trabajando como una simple secretaria («Asistente», aclara ella en voz alta)– y escucha el lamentable adiós de un posible interés romántico porque su jefe le ha dicho que no salga con ella. «La fiesta nunca se acaba en el contestador de Selina Kyle. Supongo que nunca debí dejarle ganar al tenis», se dice estoica mientras se quita los zapatos en su sofá-para-una repleto de peluches infantiles esperando a ser abrazados en noches de soledad existencial.
Esta secuencia, que bien podría titularse Tribulaciones de una mujer soltera en la gran ciudad, la protagoniza Michelle Pfeiffer y forma parte de Batman Returns, la versión dirigida por Tim Burton en 1992. La escena sirve para empatizar con una sumisa y explotada Selina frente a su malévolo jefe, Max Schrek –de su piso vuelve a la oficina para seguir trabajando de madrugada– y como preludio a su asesinato e inmediata transformación en Catwoman. Por algo Pfeiffer cuando estrenó Instagram lo hizo subiendo su célebre «Miau» tras un tiple mortal en la película. Inicialmente, su papel iba a recaer en Anette Bening pero no pudo interpretarla por su embarazo. Todo un acierto: la suya es una de las más queridas y veneradas. También su apartamento. El piso que sirvió cinematográficamente para simbolizar todos los complejos y traumas de la mujer trabajadora de los 90, en un curioso giro del destino, se ha convertido tres décadas después en uno de los más deseados y pineados en múltiples pizarras de Pinterest y cuentas retronostálgicas de Instagram o Twitter.
El caso de las millennials enamoradas del piso rosa de Catwoman no es casualidad si no pura causalidad. El apartamento encaja al a perfección en los parámetros del ethos estético (y moral) que había adoptado la generación milllennial antes de verse confinada por el coronavirus. Una transformación generacional de los valores estéticos (y vitales) que la editora jefe de The Cut, Molly Fischer, analizó hábilmente en el ensayo ¿Acabará alguna vez la estética millennial? Tras la ironía hipster, la estética millennial supuso la introducción de un diseño de interiores para dar cobijo en la domesticidad de la generación quemada. «Habitaciones que funcionan más como esas latas de CBD que comprarías solo por su color salmón. No tendrán un sabor distinto al resto, pero es difícil resistirse cuando estás una búsqueda permanente por sentirte mejor», apuntaba Fischer, que añadía la transformación anímica en el consumo de objetos: «Lo hipster era Vice; lo millennial es la virtud o, al menos, el consumo de la virtud». He aquí lo profético de ese minipiso cinematográfico: esa ensoñación rosa del apartamento de Selina Kyle, esa estética virtuosa de su casa –se incluye hasta una casa de muñecas para mostrar sus aspiraciones personales– nos muestra a una joven que busca refugio en su soledad impuesta frente a una ciudad hostil y a un jefe de mierda que solo puede darle una vida precarizada.
Ese apartamento, consecuentemente, lo tiene todo para fascinar a esa generación que gateaba o aprendía a hablar cuando se proyectó en los cines: un oportuno millennial pink invadiéndolo todo. Muebles y lámparas de los 60, gastados y posiblemente reciclados de la calle, pero con aire escandinavo y toques retro para dar carácter. Alfombras de yute esparcidas para disimular suelos que vivieron mejores tiempos. Plantas por todas partes. Espíritu DIY en rincones o colgadores de macramé. Cerámicas en tonos pastel y figuritas deconstextualizadas. Y, cómo no, neones. Cheryl Carasik, diseñadora de decorados de la cinta, oportunamente dio en el clavo sobre lo que esperaba a las treinteañeras que estaban por llegar: hacinarse en pisos destartalados, agotadas y explotadas, pero nada mejor que una luz rosa colgada en la pared con dos palabras que transmitan un mensaje positivo («Hello there») y así levantarles el ánimo.
«Hell Here»: destruir el rosa para definir a la ‘Bad bitch’ de los 90
Lejos de ser la prostituta que fue abusada por su padre o la ladrona callejera de otras versiones, en el universo de Batman Returns, Kyle representó por primera vez un ideal fiel a su época. El de las mujeres que estaban inmersas en la tercera ola del feminismo y que se enfrentaban, como sigue pasando décadas después, al sexismo y explotación laboral. Mujeres que se habían sometido al trabajo y jefes abusones para sentirse falsamente realizadas e independientes, subyugadas por una publicidad misógina –ahí ese mensaje en el contestador de un perfume para seducir a su jefe–, sumisas, complacientes y asqueadas de tener que seguir mostrándose dóciles socialmente para que su ingenio y capacidades no sean lo suficientemente amenazantes ante hombres mediocres.
En una gran secuencia de la película, tras transformarse en Catwoman después de que su jefe la lance por una ventana, Selina vuelve a su apartamento medio zombie y repite los pasos que hemos visto minutos antes. Solo que esta vez se rebela contra todo. Especialmente cuando su contestador le recuerda en el mismo anuncio de perfume que «un poco de esto en tu oficina y tu jefe estará rogando que te quedes después del trabajo para una reunión bajo la luz de las velas». Acaba de sobrevivir, como quien dice, a su propio asesinato. La ha matado su jefe. Y ahí Selina opta por destruirlo todo aquello que la infantilizaba: el teléfono rosa, los peluches, las figuritas de cerámica. Coge un spray negro y pinta sobre las paredes rosas. La suya es una catarsis contra toda esa docilidad que arrastraba en su antigua vida. El toque maestro, tras coser su nuevo y característico traje, es comprobar cómo también ha hecho añicos el «Hello There» de aquellos simpáticos neones que vimos minutos antes para convertirse en «Hell Here» (El infierno es esto). Ese apartamento rosa con el que ahora sueñan las millennials no era más que el símbolo de la cárcel del género de la mujer soltera. O como resumiría después ella misma en la cinta, en una de sus múltiples frases magistrales: «La vida es muy zorra. Ahora yo soy una».
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