¿Cárcel o refugio intimista? Chantal Akerman y las guerras del feminismo con la cocina
La revisión de su obra rescata una de las relaciones más bipolares del feminismo: desde su poder filosófico y político a símbolo de la opresión de la entropía doméstica.
«Sabes un montón de cosas que muchos no saben, hasta sabes cocinar«. No es casualidad que en No Home Movie (2015), la última película documental que rodó Chantal Akerman antes de suicidarse, la directora se grabase con su madre, Natalia, mientras comían juntas en la cocina materna abordando ese cisma maternofilial universal que es poner en duda las habilidades culinarias de la hija. Tampoco parece cosa del azar que lo comentasen degustando unas patatas. Eso mismo peló Delphine Seyrig frente a la cámara de Chantal 40 años antes en Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975), una secuencia tan cumbre en la historia del feminismo que fue la misma que inspiró estética y simbólicamente el final de la serie Mrs. America (2020). Así acaba la ambiciosa activista antifeminista Phyllis Schlafly (Cate Blanchett): castigada y frustrada, igual que Jeanne, pelando patatas en la cárcel de su cocina.
Rescatar el imaginario de Akerman tiene su lógica. Nadie como la belga ha captado esa relación bipolar, entre la promesa de intimidad y la asfixia y alienación total, que el feminismo ha establecido con la cocina. En 1968, con 18 años, Akerman explotó la suya en el corto Saute Ma Ville, donde ella misma boicotea con frenesí sus labores –preparar la comida, recoger los platos, dar lustre a sus botas– para acabar haciendo volar por los aires su horno y su cuerpo. Con 25, y tras pasar una etapa en Nueva York, Jeanne Dielman la encumbró como faro en la female gaze experimental («La primera obra maestra rodada en femenino de la historia del cine», diría Le Monde) por aquello de registrar durante más de tres horas, y con riguroso detalle y repetición, la rutina diaria, ansiedad y contención doméstica de una ama de casa de Bruselas que se prostituye para sacar a su hijo adelante. No es una película fácil («¡Esta mujer está loca!», dicen que gritó Marguerite Duras en su controvertido pase en el festival de Cannes), pero ahí está, referente fílmico que inspiró desde escenas de Somewhere de Sofia Coppola a parte de la filmografía de Gus Van Sant.
Akerman no siempre estuvo en guerra con lo doméstico. Con 64, y en No Home Movie, la cocina materna se convierte en espacio seguro, un cómodo diván de terapia, en el que la artista, siempre nómada, y su madre, referente central de su obra, acercan posiciones para hablar del duelo, el trauma del nazismo y los recuerdos familiares.
La editorial Tránsito devuelve a Akerman a la palestra editando ahora, con traducción de Regina López Muñoz, Una familia en Bruselas. Una novela corta sobre el duelo que se lee sin coger aire y que la belga escribió en 1998 tras fallecer su padre. Toda esa afición a la repetición de sus películas se traslada aquí a un peculiar uso narrativo donde una mujer (la hija poniéndose en la voz de la madre, la madre hablando por todas) recuerda su vida familiar antes y después de despedir al pater familias. Una mujer que vive contenida, que fantasea con «aullar como un lobo» ante la pérdida, que fuma compulsivamente en el baño, que sin besos ni la mejilla suave de su hombre siente el frío en los huesos por unas hijas ausentes que llaman poco y hablan menos. Un relato aparentemente sencillo, pero que lo dice todo sobre las esperanzas y sueños rotos de un buen ángel del hogar.
Akerman no está sola en la relación esquizofrénica que las mujeres deconstruidas establecen con lo doméstico. Sobre esa bipolaridad, Rachel Cusk escribió acertadamente que las mujeres nos alejamos de la cocina «como el alcohólico se aleja de la botella». Sylvia Plath, también renegada, equiparó el humo de la cocina con «el humazo del infierno». Simone de Beauvoir decía que ese espacio era «un boudoir que nos cortaba las alas». La artista Jana Leo, a la que violaron a punta de pistola en su cuarto, etiquetó a esta angustia como «domestofobia» porque «el hogar es una cárcel y la casa el lugar donde se comete violencia contra las mujeres».
Frente a las domestofóbicas, el feminismo también pone en valor las posibilidades imaginativas de la cocina. «Si Aristóteles hubiese guisado, mucho más hubiese escrito», escribió sor Juana Inés de la Cruz. La cita la rescata Ingrid Guardiola en una de sus cartas a Marta Segarra en Fils (Arcadia, 2020), donde reivindica el poder de la «filosofía de cocina» por los «cuidados y el buen gusto, por la relación entre materia y espíritu» frente a la masculinizada «filosofía de sobremesa», donde prima «la autonomía del raciocinio ante el abandono del cuerpo». También lo sabe Svetlana Alexiévich, que en El fin del Homo Sovieticus (Acantilado, 2019) ensalza «la felicidad suprema» que ofrecía ese pequeño cuarto en «la generación de las cocinas» de los sesenta. Aquella de las sesiones de psicoterapia comunista, sentada allí para hablar de todo: «De lo jodida que era nuestra vida, del sentido de la existencia, de la felicidad universal». Porque todo puede arder en nuestra mente desde una cocina, pero no hace falta ponerla en llamas por la impotencia de una revolución que pudo ser y nunca fue como merecíamos.
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