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A dónde nos ha llevado la ira feminista: estos son los avances por la igualdad social

Los ensayos de Rebecca Traister y Soraya Chemaly analizan las consecuencias del despertar feminista y cómo la ira femenina ha servido como combustible político para dinamitar estructuras de poder.

Imágenes de dos protestas en España a consecuencia de la sentencia de La Manada.
Imágenes de dos protestas en España a consecuencia de la sentencia de La Manada.Getty

Cuando se revisa la lucha feminista suele repetirse lo que podríamos etiquetar como patrón Rosa Parks: dícese de esas activistas que no serán recordadas (o ensalzadas) por su furia. La defensa de sus pasiones será borrada de los anales históricos. Parks, en el imaginario colectivo común, se dibuja como una mujer modesta que inició el boicot de Montgomery en 1955 por negarse a ceder un asiento de su autobús. Su estoicismo y resistencia pacífica en esa escena ha forjado una leyenda sobre una mujer aparentemente anónima que, de repente, decidió rebelarse sin moverse de su sitio. «También fue una ferviente activista contra la violación que dijo a un tipo que prefería morir a que él la violase, y que a los diez años, amenazada por un niño blanco, recogió un trozo de ladrillo del suelo y amenazó con lanzárselo si se seguía acercando ella», aclara Rebecca Traister en Buenas y Enfadadas. El poder revolucionario de las mujeres (Capitán Swing). «Parks fue durante toda su vida una airada activista contra la violencia sexual y racial, defensora de los hombres negros a quien acusaban, sin ser culpables, de mala conducta con las mujeres blancas. Fue elegida secretaria de la NAACP […], se interesó por el Black Power y expresó su admiración por Malcolm X«, apunta la ensayista feminista de referencia en EEUU. Sobre por qué nadie recuerda a Rosa Parks como una aguerrida activista lo aclararía Angela Davis en A Place of Rage (Un lugar para la ira): «El retrato que se ofrece normalmente de ella es el de una mujer que no ejercía el activismo político y que, sencillamente, un día se negó a dejar su asiento, harta de viajar en la parte trasera […] Claro que estaba harta de viajar en la parte trasera. Pero no fue esa la razón por que la que se negó a levantarse. Eso fue un acto político».

El patrón Rosa Parks se equipara a lo que Lucía Lijtmaer ha defendido en Público, a propósito de este 8 de marzo y sobre los límites sistémicos que se imponen a la lucha airada de las mujeres por sus derechos. La periodista emplea aquí la versión femenina del buen salvaje de Rousseau para analizar esa llamada a una acción que no sea incómoda para el sistema: «El feminismo contemporáneo debe ser, por defecto, manso, correcto, pacífico, moderado y dialogante. No debe perder los papeles, ser polémico, beligerante ni mucho menos violento, no, no, no». Lijtmaer reconoce las trabas estructurales para celebrar el enfado de las mujeres: «El feminismo de la buena salvaje debe ser, por encima de todo, simbólico. Quedarse en la superficie. Como decía, debe representar simbólicamente y no discutir las condiciones materiales. Y en esta misma línea, el feminismo tolerable por los medios y la industria cultural debe tener a muchas mujeres al frente –es decir, ocuparse de la visibilidad únicamente–, y todas deben ser o parecer heteronormativas. No debe poner en cuestión la clase o la racialización, ni cómo estas juegan un papel vital en su desarrollo«.

«Hay tipos de ira que no son malos», recuerda en sus textos la filósofa Myisha Cherry y defiende que «la ira política puede ser más expansiva y optimista en sus objetivos, una herramienta de comunicación y una llamada a la acción». En España, y en todo el mundo, las consecuencias de la ira política de las mujeres han tenido resultados. Desde la marea verde argentina a las mujeres contra Bolsonaro en Brasil, el activismo ha probado que no están locas, están enfadadas. La mecha de la ira y hartazgo feminista ha prendido y sus consecuencias son concretas a escala planetaria. Las movilizaciones de las mujeres, su hermandad y protesta global ha moldeado discursos políticos, modificado leyes y  comienza a trastocar la hegemonía política masculina. Un enfado global debido a que, tal y como apunta Traister, «nos habíamos tragado una mentira, nos habíamos dejado engañar por una ilusión: de que habíamos avanzado más de lo que habíamos hecho en realidad. Y con ello habíamos renunciado a nuestro derecho de ponernos furiosas». O como dice Alicia Garza, activista feminista fundadora del Black Lives Matter en las páginas del libro: «¿es que nadie se pregunta nunca por qué estamos tan cabreadas?».

En España, tímidos cambios legislativos frente a la oleada feminista

Mientras en España la precariedad, la violencia sexual, las asesinadas por violencia de género o la falta de conciliación persisten al tiempo que la brecha salarial aumenta, se han dado tímidos avances derivados de la oleada feministas. La indignación frente al caso de La Manada y el «Hermana, yo sí te creo» abarrotando las calles propició que el PSOE se comprometiera a culminar leyes importantes como la destinada a luchar contra la trata de mujeres o a reformar los delitos sexuales en el Código Penal. El real decreto contra la brecha salarial y laboral, con la importante ampliación del permiso de paternidad está pendiente de ser convalidado en el Congreso.

El feminismo español, sin embargo, no ha logrado expandir la visibilización política que si se ha dado en EEUU tras la victoria de Trump. Las próximas elecciones generales no tienen ni una candidata mujer y hasta la izquierda sufre las consecuencias del hiperliderazgo masculino, visto en el polémico cartel del regreso de Pablo Iglesias tras su baja paternal.

En EEUU, más mujeres en la esfera y toma de decisiones políticas

En EEUU, las consecuencias de la presidencia de Trump, por su parte, han llamado a la urgencia política. Desde el día que llegó al poder, las mujeres empezaron a inscribirse como candidatas a las elecciones presidenciales en cifras muy superiores a las que se habían conocido hasta el momento: Emily’s list (el Comité de Acción Política demócrata que anima a candidaturas femeninas) estimó en más de 40.000 inscritas en el año y medio posterior a la elección de Trump. «Muchas de ellas hablaron abiertamente de la rabia que les inspiraba el presidente el hecho de que hubiera ganado había dejado al descubierto el sesgo y las desigualdades que aún existían», apunta Traister. Un fulgor que se ha canalizado en cuatro nombres de gran peso que se barajan para las primarias demócratas: Kamala Harris, Kirsten Gillibrand, Elizabeth Warren y Tulsi Gabbard destacan entre una alargada lista de nombres masculinos como aspirantes a los comicios de 2020.

Desde que Trump ganó, las mujeres se organizaron para retrasar sus políticas en el Congreso (el 86% de las llamadas de ciudadanos para ponerse en contacto con sus representantes en el Congreso durante todos estos años han sido de mujeres). Cámara en la que, además, se han batido récords históricos en presencia femenina. En 2018, por primera vez, los votantes estadounidenses podían elegir a más de 100 mujeres para la Cámara de Representantes. Se trataba de superar las 84 mujeres que se sentaban allí (61 demócratas y 23 republicanas). 95 mujeres fueron las elegidas.

«Cuando nos enfadamos y esperamos una reacción razonable, estamos avanzando, refutando al statu quo. Al exteriorizar nuestra ira y exigir ser escuchada, ponemos de manifiesto la creencia profunda de que podemos involucrarnos y moldear el mundo que nos rodea; un derecho que, hasta el momento, ha sido casi siempre exclusivo de los hombres«, defiende la ensayista Soraya Chemaly en el también reciente Enfurecidas, reivindicar el poder de la ira femenina (Paidós) y añade frente aquellos que cuestionaron la valía del enfado femenino más allá de copar las calles un 8 de marzo: «Este es el peligro real de nuestra ira: deja muy claro que nos tomamos a nosotras mismas en serio. […] Al desterrar la ira de la ‘buena feminidad’, estamos despojando a las niñas y a las mujeres de la emoción que mejor nos protege contra el peligro y la injusticia».

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