La paradoja del payaso triste o cómo se autodestruyeron los cómicos de los 90
Jim Carrey, Robin Williams o Bill Cosby ejemplifican el declive profesional y personal de las estrellas que definieron la comedia a finales del siglo pasado.
– ¿Cómo va la vida?, ¿todo bien?
– Es preciosa, sí. Especialmente cuando estoy ausente de ella.
– ¿Te has distanciado del mundo, de todo lo que está pasando?
– No, en realidad es todo lo contrario. No me entiendas mal, Jim Carrey es un gran personaje y soy afortunado por haber conseguido el papel, pero ya no me veo reflejado en él.
Entre risas y vítores del público, más centrado en la emoción de ver en carne y hueso a un viejo ídolo que en la crudeza del discurso, Jim Carrey certificó la muerte de Jim Carrey. Lo hizo en su visita al plató del late night de Jimmy Kimmel, en su primera aparición pública en un año, para promocionar la nueva serie Morir de pie (I´m Dying Up Here), que produce. Lo hizo después de casi un minuto de ovación, a la que el actor asistió también de pie, entre emocionado y ausente, dando la espalda al presentador. El suicidio de su exnovia en 2015, la maquilladora Cathriona White y las acusaciones de homicidio negligente por parte de la familia de esta, han confinado a quien fuera la gran estrella cinematográfica de la década de los 90 a una posición casi marginal en la industria. No es el único. En los últimos años, otros contemporáneos y pilares de la comedia familiar como Robin Williams, Bill Cosby o Eddie Murphy han sufrido en sus carnes la paradoja del payaso triste.
Jim Carrey estará muerto para el cine pero sigue viviendo en Twitter, el único espacio en el que sus fans pueden saber de él. Una larga y descuidada barba protagoniza su rostro y los comentarios sobre su persona, un disfraz para que nadie pueda volver a confundirlo con la primera estrella del cine en ganar 20 millones de dólares por una película. Como su personaje en la aclamada ¡Olvídate de mí!, el actor ha decidido borrar de su memoria los recuerdos del amor que le profesaba el público. Desde la versión animada de Cuento de Navidad, estrenada en 2009 y en la que prestaba su imagen a Ebenezer Scrooge, ninguna película de Carrey ha superado los 100 millones de dólares de recaudación en la taquilla norteamericana, una cifra que había sobrepasado más de una decena de veces en su carrera. Pendiente del juicio por la muerte de su exnovia y retirado de la interpretación, el actor se ha sumergido en la producción de Morir de pie, la ficción de Showtime (disponible en Movistar +) que narra las dramáticas vivencias de los aspirantes a monologuistas en la escena stand-up de Los Ángeles durante los años 70.
Carrey fue uno de esos jóvenes que buscaba perdurar en la carcajada del país. Junto a él, otros tótems fugaces como Andy Kaufman (fallecido a los 35 años por un cáncer), Richard Pryor (adicto al alcohol y las drogas, murió de un ataque al corazón a los 65) o el más popular de todos ellos, Robin Williams. Si alguien podía debatir el cetro del cine familiar a Carrey ese era Williams, con una imagen pública tan tierna como torturada en el aspecto más íntimo. Víctima del alcoholismo durante décadas, su perfil tampoco parecía encajar en el cine mainstream del nuevo siglo, ese que ha dejado de lado las comedias familiares de presupuesto medio para centrar sus esfuerzos en superproducciones de superhéroes y refritos varios. Antes de quitarse la vida en agosto de 2014, sumergido en una profunda depresión desde que fuera diagnosticado de Parkinson, su carrera llevaba más de un lustro cosechando fracasos en taquilla consecutivos.
La inesperada muerte de Robin Williams reabrió el eterno debate sobre por qué aquellos que se dedican a hacernos reír parecen ser los más susceptibles a la depresión. Un estudio de la Universidad de Oxford, recogido por Time en el artículo The psychology of a sad clown (La psicología del payaso triste), descubrió que los elementos creativos necesarios para producir humor son similares a aquellos que caracterizan a las personas que sufren esquizofrenia o trastorno bipolar. Aunque ningún estudio científico ha podido relacionarlo directamente con la profesión de cómico, personajes como Ellen DeGeneres, Owen Wilson, Ben Stiller o Stephen Fry han confesado abiertamente haber sufrido depresión. Hasta el mismísimo Sigmund Freud aseguraba que los humoristas contaban chistes como remedio para aliviar la ansiedad. Con estos antecedentes no es de extrañar que clubs como The Laugh Factory, uno de los más respetados de Estados Unidos, ponga a su disposición programas de terapia psicológica dos veces a la semana. “El 80% de los cómicos proceden de un lugar de tragedia. No recibieron suficiente amor. Tienen que sobreponerse a sus problemas haciendo a la gente reír”, afirmaba el propietario del local, Jamie Masada, en Slate.
Mientras Carrey y Williams reinaban en la gran pantalla, Bill Cosby lo hacía en la televisión. El de Filadelfia fue más que una estrella de la parrilla, “el padre de América” se convirtió en una de las voces activistas más ruidosas por los derechos de los negros. Debido a su estatus y a la extrema gravedad de las acusaciones contra él, su caso es el más perturbador de todos. En 2005, dos mujeres denunciaron al actor acusándole de haberlas drogado para después violarlas. En un primer momento, buena parte de la prensa y de la opinión pública ignoró los hechos, asumiendo que era un nuevo intento de desprestigiar un icono afroamericano, un caso parecido al del mediático deportista O.J. Simpson. Pero la teoría de la conspiración desapareció por abrasión. En la última década, decenas de mujeres se han unido a las denuncias contra Cosby por delitos similares, apareciendo 35 de ellas en una portada ya histórica de New York Magazine. Tanto Netflix como la NBC cancelaron los proyectos del cómico de 79 años que actualmente se enfrenta al primero de los juicios por acoso sexual.
El sustituto de Cosby como ídolo que supera cualquier frontera racial, conocido en sus comienzos por la excelente imitación de este, también ha visto como su carrera pegaba un frenazo en seco. El dueño de una de las risas más pegajosas de la meca del cine, Eddie Murphy, lleva más de un lustro alejado de las comedias que lo hicieron célebre. Eternamente involucrado en actualizaciones de clásicos de sobremesa como Superdetective en Hollywood y El príncipe de Zamunda que no terminan de llegar, Murphy solo ha rodado una película en los últimos cuatro años, en decadencia desde aquel histórico fracaso de Pluto Nash (una de los mayores desastres de taquilla que se recuerdan). Con la cabeza puesta en su otra gran afición, la música, lo último que supimos de él es que había sido padre de su noveno hijo, acumulando en estos años más retoños que rodajes. En enero aseguró que quería volver a sus comienzos, detrás del micrófono, haciendo monólogos en clubs. Porque si hay que morir, mejor hacerlo de pie.
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