De la oficina a la comuna: vivir (literalmente) en el trabajo
Mientras en Silicon Valley pasan de crear grandes campus a construir ciudades, varias empresas de moda se suman a la estrategia de levantar complejos comunitarios
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Residentialists. Así llaman en Palo Alto a los miles de trabajadores de Facebook que han ocupado la región. Otros necesitan okupar (con k) su lugar de trabajo debido a los altísimos alquileres que proloferan en Silicon Valley. “ Trabajar en Google era una situación única, porque tenía duchas y comida”, contaba uno de las decenas de empleados que duermen en el parking, se duchan en el gimnasio y lavan su ropa en los aseos de la compañía. Ahora Google no sólo pretende dar cobijo a los casi veinte mil trabajadores de sus oficinas, también acoger a diez mil más y, sobre todo, hacer de Mountain View, la zona en la que se asienta su enorme sede una auténtica ciudad tecnológica.
El gigante digital acaba de desvelar sus planes de construir un campus de cien kilómetros cuadrados en la región. Una suerte de metrópolis vanguardista y comunitaria que servirá de dormitorio tanto a sus empleados como a los habitantes locales, gracias a la donación de 150 millones a servicios para la mejora comunitaria. La ciudad utópica que quiso crear Walt Disney se hace realidad a manos de los magnates de la tecnología. Pese a que muchos no estén muy de acuerdo con esta traslación a la realidad de los relatos de ciencia ficción.
Pero lo cierto es que esta práctica de vivir donde se trabaja no sólo se ciñe al sector tecnológico. Tampoco a las grandes empresas. Hace poco el diario The Guardian se hacía eco de la realidad comunal de Silicon Valley. Y hablaba de la asociación de jóvenes emprendedores que se trasladaban a la meca de la innovación y, para abaratar costes en el lanzamiento de sus respectivas start ups, creaban distintas comunas de convivencia y trabajos en hostales, viviendas unifamiliares y garajes. Una especie de retorno a la era hippy pero con planteamientos antagónicos; es decir, desde parámetros hipercapitalistas. La práctica ya se ha extendido a otras áreas cercanas, como San Francisco, donde los nuevos autónomos , del sector que sea, comparten trabajo y piso con personas del mismo perfil.
La idea de crear enormes campus en los que la empresa cubre todas las necesidades de sus usuarios también ha calado en las grandes enseñas de la industria de la moda. En ellos, la marca en cuestión impregna decoración, actividades y estilo de vida, una especie de “ciudad de firma” a la que poco le falta para tener su propia bandera y ayuntamiento.
Imagen de una de las salas de Urban Outfitters en Philadelphia
Cordon Press
Esa, por ejemplo, fue la idea de American Apparel cuando su ex CEO, Dov Charney, la fundó en California hace algo más de dos décadas. La diferencia no sólo la marcaban sus anuncios de dudoso gusto (que, de hecho, protagonizaba sus empleadas), también los procesos de trabajo. La empresa se jacta de producir todo en el mismo complejo industrial y pagar a sus trabajadores inmigrantes un salario justo. Esa idea de justicia incluye seguros de vida razonables, llamadas gratuitas al extranjero y ayudas al alquiler en las inmediaciones. El resultado es una especie de campo de trabajo, al estilo asiático pero con derechos y prestaciones, y un sentimiento de comunidad alternativa regida, cómo no, por el líder absoluto, Charney, que poseía una enorme y extraña mansión de cemento en lo alto del complejo. Algunas voces, como las que aparecen en el documental “No sweat”, se cuestionan si dicha estrategia esta vehiculada por la justicia social o más bien por una suerte de capitalismo paternalista de dudosos fines éticos.
El centro de operaciones de Abercrombie and Fitch no llega a esos extremos, pero también impone un modo de vivir ligado al trabajo. Según contaba recientemente un empleado en la revista Cosmopolitan, sus cientos de trabajadores deben vestir ropa de la marca (o, en su defecto, prendas que emulen ese estilo casual) y mantenerse en forma. Desde la oficina se les insta a una rutina deportiva y en la cafetería sólo sirven comida orgánica. Al otro extremo se encuentra el ingente polígono que Urban Outfitters construyó sobre una base naval de Philadelphia. Pensado para emular una de esas tiendas hipsters que hicieron famosa a la marca, en su interior predominan las bicicletas, la música en vinilo, las áreas de recreo, los gimnasios y hasta las bibliotecas. No está pensado para que la plantilla viva dentro de él pero sí para que su vida social se desarrolle dentro del perímetro. También para que, dada la localización, el grueso de sus empleados alquilen sus respectivos hogares en los aledaños del campus. Como de hecho ha ocurrido.
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Algo similar ocurre en Arteixo. De los 30.000 habitantes de este pueblo coruñés, casi 4.000 trabajan en la sede de Inditex en el polígono de Sabón, un edificio donde apenas hay paredes que separen zonas y en el que predomina un blanco impoluto al más puro estilo Ciencia Ficción. A ellos hay que sumarles los cientos que lo hacen en fábricas aledañas o en trabajos colateralmente relacionados. Aunque no posee viviendas dentro del área industrial, se podría decir que casi la mitad de la ciudad vive por y para Zara.
La marca de lujo Brunello Culcinelli se ha hecho con el pueblo italiano de Solomeo, literalmente. Allí viven y trabajan sus empleados, allí acaban de construir una escuela para formar a todos sus artesanos o de restaurar un teatro, entre otros servicios y allí, en el castillo de la región, se asientan los despachos de la directiva. Una comuna en toda regla que representa el retorno a los orígenes locales y manuales del lujo. Su idea bebe, en parte, de la que puso en práctica hace un siglo Ermenegildo Zegna en la localidad piamontesa de Trivero, que no supera los siete mil habitantes. Allí estableció su lanificio, o fábricas centrales de producción de lana y allí creó el Oasis Zegna, un parque natural, la carretera que da acceso a la localidad, un museo fundación, hoteles o una biblioteca comunitaria.
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