Sentirse culpable por no hacer nada: ¿por qué cuando nos confinan nos obsesionamos con ser productivos?
¿Fue un error enfocar el confinamiento como un periodo de productividad? Nuestra salud mental dice que sí. Aprender de todo lo que no nos funcionó en el pasado es la mejor estrategia para sobrellevar un nuevo encierro o las nuevas realidades que nos deja el coronavirus.
99 días. Ese fue el periodo total que duró el estado de alarma en España. Aunque visto con distancia parece casi inverosímil, la realidad es que estuvimos un total de 49 días encerrados en nuestras casas para contener la propagación de un virus que le ha costado la vida, según cifras oficiales, a más de 29.000 personas.
Ante una situación de este calibre, en lugar de pararnos colectivamente a pensar cómo cuidarnos para no perder la cabeza, internet se llenó de listas de series que maratonear, cursos gratuitos para mejorar tu formación y conciertos vía Instagram con los que entretenerte del desayuno a la cena.Aunque en general no sabíamos muy bien cómo afrontar esta situación, todas abrazamos una misma postura: “aprovecha el confinamiento para hacer algo de provecho y no estar todo el día sin hacer nada”. Pero, ¿qué es exactamente no hacer nada? Sara Villoria, psicóloga y creadora de Psicología Riot, considera que gran parte de los malestares derivados del confinamiento parten de una creencia negativa: «A veces, llamamos no hacer nada a cosas que en términos de bienestar pueden aportarnos mucho, pero que no van en la dirección de ser más productivas. A lo mejor alguien entiende que no hacer nada es sentarse en el sofá a ver una serie o leerse un libro, pero eso puede ser maravilloso y algo que te está aportando muchas cosas. Igual eso que llamamos ‘nada’, en realidad, son esos espacios en los que, por fin, nos es posible orientarnos a nosotras», apunta.
Hiperexigencia y culpa a partes iguales
Han sido muchas las mujeres que se han frustrado precisamente porque sentían que sus días de encierro debían ir más allá de su jornada laboral. Por ejemplo, Ana Ávila, una traductora de 32 años que teletrabajó y pasó el confinamiento sola en Eslovaquia, reconoce haberse sentido fracasada en todos los proyectos e iniciativas que arrancaba porque, al final, no llegaban a nada: «Me culpaba todo el rato por no hacer nada más que trabajar y salir a la compra. Ahora, con más distancia, me doy cuenta de que hice lo que buenamente pude en una situación como aquella en la que, además, sólo me relacionaba a través de una pantalla», explica a S Moda.
Lo mismo sentía Isabel Alonso, una fotógrafa de 23 años que también se dio de bruces consigo misma al no ser capaz de sacar adelante los proyectos artísticos que tenía en mente: «Sentía que ese tipo de tareas no tenían sentido en una situación como aquella. Sin embargo, en mi caso, no se trataba de un parón creativo, sino de que sentía apatía por todo. No encontraba satisfacción personal con casi ninguna actividad», describe.
Alba Erra, bibliotecaria de 32 años, coincide con Ávila en la misma frustración: «Tenía bastante presión con lo de ser productiva. Era como que estaba feo sentarse en el sofá a mirar la tele sin hacer nada. Sentía que mi vida tenía que seguir siendo un estrés y un agobio porque la gente en redes hacía un montón de cosas y parecía que si no te sumabas a eso, eras menos que el resto», comparte.
Según Sara Villoria, parte de esta sensación de culpa se debe a que “el discurso capitalista ha calado hasta el punto de que identificamos producción con valía personal. Durante el confinamiento, los mensajes que nos llegaban por redes sociales podían resumirse en algo así como ‘tira, tira que no pasa nada’. Y sí que pasa. Estás viviendo una crisis sanitaria desde la producción constante en lugar de centrarte en los cuidados. Estás dejando de escucharte y de observar qué necesitas tanto física como emocionalmente”, detalla.
Sin embargo, poner el foco en las demandas internas de cada una se volvió más complicado, cuando Instagram se convirtió en un escaparate de estímulos y distracciones constantes: «Lo de los directos de Instagram a todas horas fue una verdadera locura. Llegó un punto en el que estuve a punto de desinstalarme la app. Me di cuenta de que estaba más pendiente del reloj en casa confinada, que cuando hacía mi vida normal antes del coronavirus. Como a cada hora había una charla, un concierto o una clase de cocina, parecía que yo tenía que sumarme a todas», relata Alba Erra. Lejos de ser una sensación subjetiva, la adicción a las redes sociales creció notablemente durante el confinamiento hasta el punto de que mujeres como Ana Ávila se esfuerzan actualmente por dejar atrás el hábito de estar “constantemente conectada”. Y es que, según datos recogidos por Comscore al inicio de la cuarentena, a mediados de marzo, nuestro consumo de información a través de las redes se había incrementado un 55% respecto al que hacíamos en el mes de febrero. El tráfico de Telefónica experimentó un aumento del 14% durante los días laborables del confinamiento y hasta un 20% en los fines de semana. Además, por si la autoimposición de salir del confinamiento más cultas y tonificadas no fuese suficiente, han sido muchas las mujeres que también se han comprometido a modificar algunos comportamientos en la nueva normalidad: «En la cuarentena me di cuenta de la importancia que tiene consumir en el comercio local. Ahora, si por ejemplo tengo que comprarme unas zapatillas de deporte, elijo ir a la tienda del barrio que a Decathlon. Prefiero ayudar a que el comercio local se mantenga en esta crisis que invertir en grandes superficies», comparte Ana Ávila.
Por otro lado, aunque nuestras conductas tienen la capacidad de contribuir a un cambio global, no está en nuestra mano ser las salvadoras de todo. Es decir, aunque hay quien se ha propuesto dejar de consumir moda low cost y apostar por prendas de producción local y más sostenibles, no se trata de un compromiso asumible para todo el mundo: “El confinamiento ha servido para que mucha gente reordene sus prioridades, pero no podemos perder de vista que gran parte de nuestras acciones no tienen que ver con quien somos o deseamos ser. Por ejemplo, el margen para adoptar una postura ética en nuestro consumo de moda no es el mismo si tenemos un salario de 800 euros que uno de 1.600 y no podemos machacarnos por eso, sobre todo porque, en muchas ocasiones, nuestras condiciones de vida no son responsabilidad nuestra, sino simplemente lo que tenemos”, subraya Villoria.
Basándose en la culpabilidad que definió la cuarentena de abril y marzo y de cara a enfocar de forma diferente un supuesto nuevo confinamiento, la creadora de Psicología Riot recalca la necesidad de preservar los cuidados y el respeto a una misma, por encima de la hiperexigencia: “Hacer cosas todo el tiempo lo único que hace es fomentar la figura de la superwoman que, al final, no es más que la de una mujer deshumanizada, alejada de sus propias necesidades como persona y centrada en responder a demandas que nada tienen que ver con ella misma o con lo que le hace feliz”, apostilla. Parece que aprender de todo lo que no nos funcionó en el pasado es la mejor estrategia tanto de cara a un nuevo encierro, como para sobrellevar las consecuencias de las nuevas realidades que nos deja el coronavirus. El teletrabajo ha llegado para quedarse en muchos sectores profesionales y, aunque esta modalidad tiene muchas ventajas, también trae consigo largas jornadas de soledad e intentos fallidos de conciliación. Y precisamente por eso, es necesario que nos repitamos que lo de siempre no puede funcionar cuando el contexto cambia y que, a veces, “no hacer nada” es lo mejor que podemos hacer por nuestra salud mental.
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