Euforia verbal
Me rindo ante una persona que converse con chispa, que maneje un vocabulario amplio, que invente palabras y expresiones. Me derrito.

“¿Cuál es la cualidad que más aprecia en sus amigos?”. Esa es una de las preguntas del cuestionario Proust. El escritor respondió: “Tener ternura para mí, si su personaje es lo suficientemente exquisito para prodigar bien alto el precio de su ternura”. Tela. La ternura me interesa siempre, y no solo para mí, aunque tengo clara mi respuesta: creatividad en el lenguaje. Me rindo ante una persona que converse con chispa, que maneje un vocabulario amplio, que invente palabras y expresiones. Me derrito. Me gustan los neologismos y los internacionalismos, abro la puerta a las palabras de cualquier otro idioma, aunque no creo que sea necesario usar cringe cuando tenemos grimilla, pero no me quemaré en esa batalla; sí lo haré para defender el ver frente al visualizar. Lo paso en grande escuchando y leyendo a Lola Pons, historiadora de la lengua.
El purismo me da grimilla. Me gustan los gazpachos verbales y por eso disfruto con la frondosidad del lenguaje de la belleza. Me interesa que se desmelene y cree palabras que ni siquiera da tiempo a aprender, porque llegan otras y otras y otras. Recuerdo cuando el color del cabello era rubio, blanco, castaño, negro, pelirrojo o verde en verano, tras los baños de cloro en la piscina. Y chimpún. También me acuerdo de cuando conocí, hace años, el término dirty blonde; lo escuché a una adolescente en Hell’s Kitchen que soñaba con una melena color rubio sucio. Qué decir acerca de los nombres del corte de pelo. Qué aburrimiento cuando decíamos: “Lo quiero corto, melenita, largo…” o hacíamos un gesto con la mano. Ya hace años que sabemos qué es el bob, pero cuesta ponerse al día con sus variantes: shaggy, baroque, French Girl o blunt. Quien se plante en la peluquería lanzando extranjerismos puede resultar petarda (según la RAE: “Persona pesada, aburrida o fastidiosa”), pero no puedo evitar que todos estos nombres me hagan gracia.
Reconozco que algunas expresiones, como collagen banking (cargarse de colágeno) me superan, pero me interesa esa necesidad de la industria de legitimar productos y marcas a través del lenguaje. Scandi hairline o balletcore beauty son términos que responden a tendencias que invaden TikTok, pero va mi aplauso para quienes inventan sus nombres, aunque la mayoría nace y muere sin saltar a generaciones superiores. Me gusta ver cómo los productos están categorizados en las grandes perfumerías. Me apetece más comprar una brocha en una góndola llamada Fun tools que en una que diga accesorios. Fan de ese fun. Me divierte que la palabra rutina de cuidado, que me suena a sacrificio, haya sido sustituida por skincare por la generación Z. Yo la alterno con liturgia, que deja un rastro de seda e incienso. En mi obsesión por la palabrería llevo días rondando el término generación silver. Fui invitada a una comida que celebraba el talento senior. Allí observé que una mujer con cabello plateado recibía muchos halagos. ¿Quiénes los lanzaban? Mujeres sin una cana, yo entre ellas. Mmmmm, qué paradoja. Generación golden hubiera sido un nombre más preciso, a la vista del color de las melenas. En teoría, me encanta el cabello blanco; sobre todo en otras personas. En la práctica, un centímetro de raíz de canas puede invadir mi pensamiento como la lava del Vesubio invadió Pompeya. Esto me deja como alguien vacuo: así soy y así hay que quererme.
Miro la melena color platino de Young Miko y la veo ligera y futurista, sin pizca de peso existencial. La cantante portorriqueña cuenta su rutina, perdón, su skincare en YouTube y en ese vídeo pronuncia la siguiente frase “Hay veces que las cejas no son gemelas, a veces son primas” y qué verdad es. Su ingenio verbal y su imagen post-Euphoria me ganan. Por cierto, euforia es una palabra que contiene todas las vocales.
* Anabel Vázquez es periodista. ¿Sus obsesiones? Las piscinas, los masajes y los juegos de poder.
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