Misofonía: la tortura de no soportar que otra persona mastique al lado
Este trastorno, que afecta hasta al 20% de la población, provoca una reacción anormal ante determinados ruidos, como comer, sorber o respirar fuerte
Una de cada cinco personas sufre misofonía, ese trastorno que provoca un malestar insoportable por culpa de los ruiditos generados por otras personas. En Reino Unido afectaría a un 20% de la población, según un estudio reciente, y también en España, según los cálculos de la investigadora Antonia Ferrer Torres, que ha terminado su tesis doctoral sobre este problema en el Instituto de Neurociencias de la Universidad Autónoma de Barcelona. Porque alguien que sufre este trastorno no soporta esos sonidos, aunque quizá soportar sea un término suave para la tortura que les suponen esos ruidos. Los investigadores describen “fuertes reacciones emocionales ante ciertos sonidos”.
Son personas que no pueden estar en la misma habitación en la que alguien come palomitas de maíz. El crujir contra los dientes los altera, les provoca ansiedad, quieren romperlo todo. Otros sienten como si les explotase el cerebro si oyen a alguien subir y bajar consecutivamente la tapa del boli, un juego repetitivo que en cambio resulta relajante a quienes lo practican. Cuando el vecino de arriba da dos pasos, sienten que están arrastrando una mole de hierro de cientos de kilogramos. Algunos tienen que cambiar hasta tres veces de vagón de metro para huir de ruiditos que les enloquecen. En un trabajo académico sobre misofonía, destacan la historia de un niño que desde que tenía 8 años fue castigado sistemáticamente porque no quería comer en la mesa familiar: los ruidos de masticar, tragar y sorber lo alteraban. A los 29 años, en un ensayo clínico, le dijeron que podía padecer esta hipersensibilidad de nombre casi desconocido.
En sus investigaciones, Ferrer define la misofonía como un trastorno neuropsicofisiológico que provoca una alteración anormal frente a determinados gestos y sonidos. La investigadora reúne algunos de los que suelen desencadenar esas reacciones exageradas: el tamborileo de los dedos sobre una mesa, el chasqueo de la lengua, el sonido de los cubiertos al rozar los platos o de los dientes al masticar comida crujiente. “No depende del volumen, eso ya sería una hiperacusia. A una persona con misofonía puede irritarla un ruido de 20 decibelios, que apenas es perceptible”, explica la investigadora.
Los científicos británicos dicen que durante su estudio la población general también mostró irritación con algunos de estos sonidos, pero los individuos que sufrían misofonía se sentían indefensos ante la imposibilidad de encontrar una salida que los devolviera al silencio. A medida que el sonido se implantaba aumentaba la tensión y la nuca se les iba agarrotando, e incluso sentían ganas de vomitar y desarrollaban síntomas de ansiedad. También destacan que en su muestra solo una pequeña parte de los afectados era consciente de padecer un trastorno. “Esto significa que la mayoría de las personas con misofonía no tiene un nombre para describir o explicar lo que están experimentando”, concluye Silia Vitoratou, del King’s College de Londres, una de las autoras del estudio que acaba de publicar la revista PLoS ONE. En la muestra española examinada por Ferrer, solo dos personas sabían que padecían misofonía; una se había autodiagnosticado en Internet, y a la otra la había diagnosticado un médico que también era misofónico.
Hasta hace poco, las personas con esa sensibilidad peculiar a los sonidos y movimientos desconocían que lo suyo podía tener un nombre. El término fue acuñado en 2001 por la pareja de investigadores estadounidenses Pawel y Margaret Jastreboff. En realidad, la mayoría lleva su extraño calvario en silencio porque manifestar desagrado ante sonidos que son tolerables para el resto de la humanidad no da más que problemas. Hasta hace poco, ser hipersensible y diferente no era algo de lo que alardear en las redes sociales y la mayoría de las personas solo quería ser normal.
Por ejemplo, Belén Fernández reconoce que es algo que les ocurre a ella y a su pareja desde hace tiempo. Ella le pidió a su marido que dejara de comer pipas cuando veían películas por la noche y él, a su vez, se siente incómodo cuando ella mastica almendras en ese mismo escenario. “Yo no soportaba que mi padre hiciera ruido al comer, aun sabiendo que era inevitable por ser alguien mayor. Creo que con la gente con la que tienes un vínculo afectivo o continuado, familia, amigos o trabajo, te molesta mucho más: pasa de ser un sonido incómodo a ser algo insoportable”, afirma. Y recuerda la escena de Los pingüinos de Madagascar en la que un lobo espía pierde los nervios porque uno de los pingüinos no para de crujir con su pico unos gusanitos mientras le habla.
La investigadora Jane Gregory, de la Universidad de Oxford, señala la complejidad del padecimiento: “Es mucho más que estar molesto por un sonido, es sentir que algo no funciona bien dentro de ti por tu reacción desproporcionada y la incapacidad de hacer algo al respecto, se trata de sentirse atrapado e impotente y de perderse cosas debido a esto. Para muchas personas supone un alivio saber que no están solos y que existe una palabra para definir lo que les pasa”.
Según Ferrer, estas personas llevan toda la vida escuchando que son “raros”, “puntillosos”, “irritables”, “malhumorados” o que tienen “un doble rasero” porque les molestan los ruidos de los demás, pero no los propios. “En general se lo acaban creyendo y tienden a evitar situaciones sociales”, asegura la investigadora española.
Sin embargo, es algo más común de lo que podría pensarse. En el estudio de Vitoratou, descubrieron que los sonidos desencadenantes que con frecuencia provocaban una respuesta emocional negativa eran masticar, sorber, roncar y respirar fuerte. En el caso de la masticación, el disgusto fue muy frecuente entre los encuestados, como señala el trabajo: “Esto sugiere que muchos de los sonidos que desencadenan la misofonía también son aversivos para la población en general”.
Pesadilla en el confinamiento
La investigadora de la Universidad Autónoma de Barcelona confirma que durante el confinamiento las personas con misofonía sufrieron especialmente, quizá más que el resto de los enclaustrados, por no poder escapar de su tortura. Una parte de su tesis doctoral analiza el trastorno en las comunidades de vecinos durante la pandemia, unos meses en que aumentaron hasta un 400% las demandas de ayuda a la policía por parte de personas que no podían salir del sitio donde existía un ruido que les resultaba insoportable. A veces la causa de ese sufrimiento podía ser, simplemente, el vecino de arriba haciendo yoga.
El abordaje de la misofonía queda en el campo de la psicología y la psiquiatría, pero no existe un tratamiento para su origen, porque tampoco está bien definido, y solo se abordan los síntomas de la ansiedad y otros efectos colaterales del síndrome.
Algunos autores —entre ellos, el doctor Sukhbinder Kumar, investigador principal del Instituto de Neurociencia de la Universidad de Newcastle (Reino Unido)— apuntan en sus investigaciones que la misofonía puede estar profundamente conectada a recuerdos traumáticos del pasado, porque la padecen personas que suelen haber tenido malas experiencias en la infancia. En sus trabajos, la edad del primer episodio estaba en torno a los 12 años. “Cuando escuchan determinados sonidos, su atención queda completamente absorbida y ya no pueden hacer nada más”, detalla Kumar en su artículo científico.
“Nuestro equipo trabaja arduamente para elevar el perfil de la afección y brindarles a los médicos las herramientas que necesitan para comprender y evaluar la misofonía de manera efectiva”, señala Vitoratou. Una parte importante de la tesis de Ferrer consiste en dibujar la representación social del trastorno. Contar que existe, describirlo, ponerlo en la calle para que los afectados se reconozcan, para que su entorno pueda entenderlos mejor y dejen de ser los raritos o los tiquismiquis.
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