A cráneo descubierto y despierta: la compleja operación para salvar los cinco idiomas de Ani
Una mujer con una malformación en el cerebro se somete a una peculiar intervención de seis horas donde, con ella consciente, los neurocirujanos intentan proteger sus habilidades lingüísticas
Entre sueños, pero despierta; con los ojos abiertos y sin perder la consciencia, Ani, de 36 años, busca unos ojos amigos entre la multitud de sanitarios que van y vienen a su alrededor en el quirófano de neurocirugía del Hospital del Mar de Barcelona. “Tranquila, todo va bien”, le susurra un enfermero a sus pies. “¡Lo estás haciendo muy bien, Ani!”, alza la voz la doctora Gloria Villalba, la neurocirujana al frente de la intervención, mientras le pincha anestésico sobre la circunferencia del cráneo. No es habitual que un paciente esté despierto en el quirófano, pero esta vez no hay más remedio. Quedan seis horas por delante, con el cráneo abierto en la sala de operaciones, y Ani, completamente lúcida, tiene que estar tranquila para cooperar con los médicos: sin su ayuda, todo se puede ir al traste.
Ani tiene un cavernoma, una malformación vascular agazapada en una compleja zona del cerebro que linda con áreas que controlan la movilidad y el lenguaje. La lesión ya le ha provocado peligrosas hemorragias cerebrales y puede volver a suceder. Hay que extirparlo, pero no es sencillo llegar hasta él: la paciente habla cinco idiomas y los necesita por su trabajo, así que los neurocirujanos no pueden dañar, ni por casualidad, ninguna zona que influya en sus habilidades lingüísticas. Para trazar el camino más seguro hasta el cavernoma, los médicos necesitan mapear las regiones cerebrales alrededor de la lesión y buscar un acceso sin perjudicar la movilidad ni el lenguaje. Y solo Ani les puede ayudar a ello: el mapeo y la extirpación tienen que hacerse con ella despierta, mientras le realizan unos test neuropsicológicos para comprobar que en el proceso no hay daños cerebrales.
La lengua materna de Ani es el armenio y todas las demás llegaron a ella por una mezcla de interés personal y circunstancias de la vida: “Armenia es un país pequeño, con una lengua única y antigua, nadie más habla nuestro idioma ni entiende nuestras letras. Así que tenía interés por saber más lenguas para comunicarme”, cuenta. El ruso, herencia de los tiempos de su país en la Unión Soviética, lo aprendió en la escuela; el inglés también lo conoció en el colegio y lo perfeccionó con su gusto por la literatura en esa lengua. El castellano, cuenta, lo cultivó desde cero cuando se mudó a España, hace 15 años, y el francés lo ejercitó en casa con su marido, que habla ese idioma, y también en una temporada que vivió en Canadá. “A cada sitio que llegaba quería conocer el idioma para aprender la cultura y entender su manera de pensar. Me fascinaba aprender cada lengua”, relata. Por eso, la posibilidad de perderlas, además del impacto en su trabajo (que prefiere no especificar para este reportaje), envuelve a Ani en una profunda “tristeza”, admite. Pero su vida está en juego.
El cavernoma se gesta en la infancia, silente, sin dar necesariamente señales ni síntomas —los más habituales son el sangrado y las crisis epilépticas—. La lesión de Ani dio la cara hace apenas unos años, en 2018, un día cualquiera en el trabajo: en plena reunión, empezó a confundir los idiomas, no encontraba las palabras, perdía el equilibrio, se chocaba… Las pruebas médicas revelaron que una especie de ovillo de venas y arterias malformadas en el hemisferio izquierdo, cobijado a 2,5 centímetros de profundidad, estaba sangrando y había alterado algunas regiones cerebrales del lenguaje y la movilidad. Su cavernoma había salido a la luz y abría una veda peligrosa. “El problema es que una vez que ha sangrado, la probabilidad de que vuelva a ocurrir es muy alta”, explica Villalba. Este año, en una revisión rutinaria, vieron que la lesión ya era más grande y había vuelto a sangrar. En la víspera de la intervención, Ani señalaba a este diario: “El riesgo de un tercer sangrado era mayor, así que optamos por extirparlo. Y ahora me siento aliviada porque han hecho una preparación brutal y eso me da la confianza de que va a salir todo bien”.
La doctora Villalba no las tiene todas consigo. La lesión está en un lugar complejo y llegar a ella no es fácil. Además, monitorizar dos o tres idiomas se ha hecho, pero cinco, y mantenerlos todos, multiplica el desafío. En la última reunión del equipo, a las puertas del quirófano, la neurocirujana vuelve a repasar la intervención y advierte de nuevo sobre la complejidad. “No sabemos si podremos quitar el cavernoma. Nos deja muy poco margen de maniobra para entrar. Si no podemos acceder, lo dejamos como está”, zanja con dureza. La consigna es mejorar la situación o, en el peor de los casos, dejarla como está; nunca empeorarla. “El pacto es que salga como ha entrado, no hacer daño”, resuelve.
En liza están los cinco idiomas de Ani. Y, en cierta forma, también su vida: la amenaza de otra hemorragia si el cavernoma sigue ahí deja poco margen de maniobra. Cuando la doctora Villalba le explicó la situación, recuerda la paciente, dos emociones la invadieron: “Me daba tristeza dejar de hablar algún idioma, pero lo importante era mi vida. Voy a pasar por una cirugía muy fuerte en el cerebro, una cirugía que la gente pasa para salvarse la vida, y la mía también podía estar en juego. Y, al mismo tiempo, pensaba en los idiomas, pero como algo secundario, aunque iba a ser raro que de hoy para mañana perdiera la capacidad de hablar alguno”. Ani recuerda con nitidez una frase de la doctora Villalba que determinó su decisión: “Me dijo: ‘Tienes muchos años por delante y el cavernoma te puede dar problemas. Si fueses mi hermana, te diría que te operases”.
Son las nueve de la mañana pasadas y Ani ya está en la camilla del quirófano, a medio camino entre el sueño y la vigilia. Villalba empieza a cortar con el bisturí una línea recta sobre la piel del cráneo. La paciente siente algo de dolor y el anestesiólogo, Juan Fernández, sube la sedación hasta adormilarla. Por ahora, no hace falta que esté plenamente despierta. “Este tipo de intervenciones suponen un reto porque tenemos que mantener a la paciente, sobre todo en determinados momentos, con una total consciencia. Es importante hablar mucho con ella, explicarle bien en qué consiste el procedimiento y cuándo vamos a requerir de su total consciencia. También hay que hacer una buena anestesia local, que nos va a permitir que en los momentos en los que no podamos usar sedación, se pueda tolerar bien el cabezal donde ella está fija para que no se mueva. La tercera cosa importante es la sedación, con dosis ajustadas individualizadas, en las que ella pueda estar inconsciente, pero respirando por ella misma, en los momentos en los que no se requiera que esté despierta”, explica Fernández. Los fármacos que emplean, analgésicos e hipnóticos, son de actuación rápida, para poder regular con agilidad el nivel de consciencia.
Los neurocirujanos llegan a la pared del cráneo, a la altura del lóbulo frontal y temporal izquierdo. Arranca la craneotomía. Con un perforador eléctrico, Villalba dibuja un círculo sobre el cráneo y lo levanta, como una pequeña tapa. Los sinuosos surcos del cerebro quedan a la vista y Ani empieza a recobrar la consciencia. La neurocirujana pide silencio en la sala de operaciones para oír a la paciente. Ahora le toca a ella.
Su participación es clave para mapear los cinco idiomas, insiste Villalba. “Pasaremos una serie de test, porque el lenguaje no es solo hablar, también es comprender, nominar y describir. Haremos los test para cinco idiomas y, además, otro test, que estamos intentando validar, de reconocimiento de expresión facial para validar la cognición social, que es algo que se estudia poco, especialmente en el hemisferio izquierdo”, avanza Villalba. Con un test diseñado por el neurocirujano Jesús Martín-Fernández, del Hospital Gui de Chauliac (Montpellier, Francia), los médicos aprovecharán para ver si también en ese lado del cerebro hay zonas críticas para el procesamiento emocional.
Sobre la mesa del instrumental quirúrgico se cuelan banderas de distintos países e iconos faciales. Borja Lavín, el enfermero instrumentista, recorta con precisión cada ilustración, mientras Villalba toma en su mano el estimulador puntiagudo con el que dará pequeñas descargas en la corteza cerebral de la paciente: los chispazos en una zona concreta del encéfalo hacen que determinados sistemas neuronales relacionados con el lenguaje o la movilidad dejen de funcionar. Cuando eso ocurra, la neurocirujana marcará ese punto con una pegatina y sabrá que se trata de un lugar comprometido y por ahí no podrá ir.
Los médicos empiezan a medir la movilidad de Ani con minúsculos latigazos eléctricos en ese trozo de cerebro a la vista. No pasa nada, hasta que pasa. En un punto, Ani se queja de que se le ha dormido la boca y Villalba planta un banderín con un par de labios gruesos dibujados entre dos surcos del cerebro. Luego otro. Y otro más.
La paciente sigue con el test, contando en español del 1 al 10. Una y otra vez. Canta los números y describe los objetos cotidianos que salen de una pantalla de ordenador mientras sube y baja el brazo sin descanso hasta que, de repente, como por arte de magia, su cuerpo se para. El antebrazo de la paciente queda suspendido en el aire y las palabras no salen de su boca. La doctora acaba de estimular una zona de riesgo y fija una bandera española en un punto del lóbulo frontal. “Me sé la palabra, pero no me sale”, se justifica Ani.
El mapeo sigue. En armenio. En inglés y en francés. También en ruso. En ocasiones, el brazo vuelve a quedarse congelado y su voz se detiene. “Sabía lo que era, pero no podía encontrar la palabra”, insiste. En la prueba de emociones, también falla a veces: por momentos, no identifica correctamente si la expresión de una cara es de alegría o desidia, de pena o enfado.
Lleva casi dos horas de ejercicios y esa porción de cerebro a la vista está ya plagada de banderines de colores. Apenas queda un hueco libre a la derecha, una diminuta ventana de un centímetro por donde penetrar al interior del cerebro y extraer el cavernoma. Villalba duda y resopla, discute con su equipo y sopesa las posibilidades. El margen es mínimo. “En el estudio que hacemos para preparar la cirugía, estudiamos funciones motoras y del lenguaje y nos da una idea de cómo podemos ver las neuronas en la cirugía. Pero es una probabilidad. Esa información nos decía que era posible acceder de una forma viable al cavernoma, pero, con la monitorización intraoperatoria, nos hemos encontrado una situación un poco más compleja: tiene una gran distribución de las cinco lenguas y eso nos permite muy poco espacio para acceder [a la lesión]”, reflexiona.
Con la ayuda de un microscopio quirúrgico, Villalba empieza a penetrar en el cerebro en busca de la malformación vascular. Ani sigue con los test: el mapeo ha terminado, pero es importante comprobar que las funciones de movilidad y lenguaje siguen intactas mientras se abren paso por el cerebro. Al fondo, asoma ese ovillo vascular que trae de cabeza a la paciente y a sus médicos. La neurocirujana lo extrae a cachitos, sin levantar la vista.
Villalba logra extirpar todo el cavernoma, que reposa, deshilachado y minúsculo, en un pequeño recipiente. Ha costado. Mucho. Todo lo que podía complicarse, se ha complicado, admite. “El espacio que teníamos para acceder al cavernoma era muy pequeño. Nos ha complicado la cirugía, pero lo hemos podido hacer. Y una vez que hemos llegado a la lesión, lo ideal es poder sacarla en bloque, de una sola pieza, para asegurarte de que quitas hasta el último milímetro, pero como este cavernoma había sangrado previamente, estaba totalmente adherido al cerebro y hemos tenido que sacarlo poco a poco”, lamenta. Hasta la resonancia de control, dentro de unos días, no sabrán si han extirpado el 100% del cavernoma.
Ya son más de las tres de la tarde cuando los neurocirujanos, que ya han cerrado la craneotomía, se afanan en coser las últimas capas de piel. Ani descansa ahora bajo los efectos de la sedación. Pese a las dificultades, los médicos son optimistas. “Cuando acabamos de monitorizar y resecar el cavernoma, la paciente movilizaba piernas y brazos y hablaba correctamente. Estamos contentos con cómo ha ido la cirugía”, resuelve Villalba.
A un mes de aquella larguísima mañana en los quirófanos del Hospital del Mar, Ani se recupera a paso de gigante y sus cinco idiomas están intactos. En las resonancias posteriores, no hay rastro del cavernoma ni efectos secundarios indeseados. Le falta algo de agilidad en el habla, pero está contenta: “Tengo que planear lo que voy a decir y eso me supone mucho esfuerzo. Quizás no hablo con tanta fluidez como antes, pero es cuestión de tiempo, en un mes o dos creo que lo recuperaré todo”, evalúa.
Ani mira atrás y recuerda que el camino ha sido largo. Y duro. Física y emocionalmente. La primera hemorragia sucedió cuando su hijo mayor apenas tenía 10 meses y la intervención, cuando el pequeño contaba siete. “Una maternidad interrumpida”, lamenta, por “la inquietud y la angustia” de vivir con una amenaza constante. De ese pesar todavía se está recomponiendo también: “Fue una sensación extraña cuando entré en casa tras la operación. Vi a mis hijos muy grandes. Y la sensación de poder abrazarlos fue como algo nuevo, como si nunca lo hubiese hecho. Esa maternidad interrumpida es un proceso. Emocionalmente no ha sido fácil”, admite. Al menos, dice, lo más importante es que ya se acabó todo, el cavernoma y la incertidumbre de vivir con él.
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