En la mente de la máquina
La inteligencia artificial no podrá pensar mientras no sepa trazar analogías profundas, conexiones abstractas, metáforas
Aprendo en The Economist que Stewart Brand, escritor, editor y pionero de las redes sociales, no pudo equivocarse más con sus profecías iluminadas por la pasión tecnocrática. “La información quiere ser libre”, dijo, “porque el coste de publicarla se reduce cada vez más”. Es un ejemplo pionero del cretinismo en el que vivimos inmersos. Brand parece creer realmente que la información es una especie de recurso natural, como el agua y el aire, el día y la noche y las bayas que alimentaron a nuestros ancestros paleolíticos, así que basta propagarla a bajo coste, o gratis a ser posible, para que se haga libre como las aves migratorias y los mercados financieros.
Al parecer no se le pasó por la cabeza que la información es el producto del talento de miles de profesionales, de su perseverancia obstinada en averiguar lo que los poderes desean ocultar y de unas cuantas empresas amantes del riesgo, a veces del riesgo extremo. Una vez producida así, la información fiable se puede robar, plagiar o propagar gratis, y a eso se han dedicado los gigantes de Silicon Valley durante los últimos 20 años. La información que “quiere ser libre”, en la nomenclatura de Brand, se ha revelado como una basura tóxica y altamente contagiosa que está pudriendo el cerebro de miles de millones de terrícolas.
La misma red que propaga ese veneno, de hecho, ofrece también el mejor periodismo disponible, pero eso no puede ser gratis, porque es el resultado de una redacción grande, especializada y seleccionada. Sin eso no hay información, ni libre ni enrejada. Sé que esto les parecerá obvio a muchos lectores, pero también sé que hay mucha gente que no acepta ese principio. Si los medios de calidad no consiguen convencer al público de que su producto es incuestionablemente mejor que la basura que circula por la red —que lo es—, los historiadores del futuro nos recordarán como la generación más tonta de todos los tiempos, con la posible excepción de los nativos de Rapa Nui, que talaron hasta el último árbol de su isla para hacer unas estatuas francamente aburridas y se extinguieron en consecuencia. Ay Circe, qué bajo caen los poderosos.
Hay máquinas en investigación mucho más interesantes que todos esos lixiviados mentales. Mi favorita es la que tiene en la cabeza Melanie Mitchell, científica de la computación, profesora de Instituto de Santa Fe y —cosa que me hechiza— lectora de la obra maestra del físico Douglas Hofstadter, Gödel, Escher, Bach, de 1979. Se trata de una brillante explicación en 800 páginas del teorema de Gödel, que liquidó las esperanzas de los matemáticos anteriores, como Bertrand Russell, de encontrar un algoritmo que pudiera generar teoremas válidos de manera automática. Gödel, amigo de Einstein y el gran matemático lógico de su tiempo, inventó una versión matemática de la paradoja clásica “Esta frase es mentira”. Demostró así que cualquier sistema que genere teoremas contiene necesariamente, al igual que nuestro lenguaje, un virus absurdo en su propia lógica interna, del tipo: Este teorema verdadero es falso.
Mitchell, que trabajó con Hofstadter tras leer su libro, cree que las máquinas no podrán pensar mientras no sepan trazar analogías profundas, conexiones abstractas entre ideas dispares, metáforas. Ahí está el peligro, compañeros de la canalla.
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