Lluís Alexandre Casanovas, arquitecto: “Las iniciativas de urbanismo importantes en el futuro implicarán a la comunidad”
El experto ha sido comisario de Arquitectura del Departamento de Colecciones del Museo Reina Sofía y habla sobre repensar las ciudades, el impacto de los pisos turísticos y hacia qué modelo se encaminan las grandes urbes españolas
Para Lluís Alexandre Casanovas Blanco (Ripoll, Girona, 40 años), la arquitectura trasciende planos y alzados. Como comisario jefe de la Trienal de Oslo en 2016 y, hasta 2024, comisario de Arquitectura del Departamento de Colecciones del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, parte de su trabajo se ha basado en repensar el modelo actual de ciudad, sumando factores como los movimientos sociales, la ecología, el paisaje o hasta la música —fue el responsable del diseño arquitectónico de la famosa instalación Auto Sacramental Invisible, del cantaor flamenco Niño de Elche, en el Reina Sofía—.
Ahora, junto a Manuel Borja-Villel, exdirector de ese centro de arte estatal, forma parte del equipo curatorial de Museu Habitat, un proyecto de la Generalitat de Cataluña para que los museos de la región se adapten a las demandas y necesidades expositivas y de pensamiento del siglo XXI. Un centro de estudios que dará la vuelta al estándar museístico.
Pregunta: ¿Qué falla en los museos convencionales para que se cree un proyecto de análisis de su situación actual?
Respuesta: Los museos han nacido como algo enciclopédico, pero debe hacerse una transición hacia un museo social, como casa de todo el mundo. Estamos haciendo una investigación sobre paisaje, extractivismo, arquitectura de las exposiciones, del propio museo, arquitectura de lo público… A partir de aquí hay una serie de discusiones y conclusiones que se implementarán para que los museos de Cataluña sean museos del siglo XXI.
P: En su etapa en el Reina Sofía también se enfrentó al reto de crear una colección de arquitectura, cuando casi todos los archivos los custodian los colegios de arquitectos.
R: Hay instituciones de arte contemporáneo, como el Centre Pompidou de París o el MoMA de Nueva York, que llevan muchísimo tiempo coleccionando arquitectura, centrándose casi siempre en proyectos específicos de casas particulares de grandes arquitectos. El Reina Sofía empezó a pensar que tenía que articular una colección a partir de lo común, buscando proyectos con los que la gente se pudiera identificar. Arrancamos con la Expo 92 de Sevilla y con Benidorm, abordando temáticas más amplias que lo puramente arquitectónico. Y el público se identificó con todo ello.
Los márgenes de la ciudad siempre han tenido mucha menos atención, pero también han sido el lugar natural por donde los centros de las ciudades se expanden
P: Es decir, se institucionalizó el aprecio por la arquitectura popular española que tanto hemos denostado durante décadas…
R: Si haces historia con casas particulares, entonces estás haciendo una historia de la arquitectura muy parcial, en la que todo es aspiracional. Es como ver casas en la revista ¡Hola! ¿Quién va a vivir en la Casa Farnsworth, de Mies van der Rohe? Probable que nadie. Si queríamos crear una discusión sobre la arquitectura que vivimos, debíamos hacerlo a través de casos que interpelaran a la gente. En España teníamos ejemplos de vivienda social desde los años treinta que son increíbles, como la Casa de las Flores, de Secundino Zuazo, en Madrid, o los Pueblos de Colonización en Extremadura, en Sevilla.
P: ¿Qué denominador común tenían estos proyectos arquitectónicos o urbanísticos del pasado?
R: La creación de una comunidad. Hay ejemplos como los del barrio de Orcasitas, en Madrid, y su pequeña central térmica, que arrancó en 1984 y proporciona calefacción centralizada más barata y eficiente a sus vecinos; o los barrios de la Zona Franca de Barcelona, con un tejido asociativo muy potente que hace las labores de educación, de cuidados. Todo esto no ha formado parte activa de los discursos de arquitectura hasta ahora. La falta de recursos y de políticas específicas para estos barrios ha hecho que sus vecinos se autoorganicen en iniciativas que ahora son pioneras, copiables y modélicas.
P: ¿Y qué pasa cuando es el poder económico el que se fija en el potencial de estos barrios periféricos?
R: Los márgenes de la ciudad siempre han tenido mucha menos atención, pero también han sido el lugar natural por donde los centros de las ciudades se expanden. En estos lugares había unas comunidades autoorganizadas maravillosas que ahora mismo se ven amenazadas por el turismo, por el precio de los alquileres, por la llegada de instituciones como galerías de arte. Un ejemplo es lo que está pasando en el barrio madrileño de Carabanchel; si llega una galería de arte a tu barrio, está claro que los alquileres van a subir. No hay suficiente protección, pero porque tampoco creo que haya habido una celebración de lo que estos sitios son, han sido y han supuesto.
P: ¿Cómo los protegemos, entonces?
R: Las iniciativas que van a ser importantes en el futuro serán aquellas que impliquen a la comunidad. La comunidad participa protegiendo, cuidando y respetando las cosas que ocurren en su barrio. Si no generas este sentimiento de pertenencia, este sentimiento de comunidad potente, es muy improbable que se hagan buenos barrios. Por ejemplo, cuidar un jardín es algo muy caro y se necesitan otros agentes aliados que no sean únicamente los municipales, y aquí entran los propios vecinos.
P: ¿Vivimos dependiendo demasiado de los recursos públicos y esperando que nos solucionen los problemas desde los ayuntamientos?
R: En las ciudades españolas aún hay este pensamiento, como en la Transición, de fortalecer lo municipal. Es una manera de gestionar el paisaje urbano desde arriba para abajo, a través de regulaciones muy férreas y de proyectos infraestructurales muy ambiciosos. Otro ejemplo es lo que está pasando ahora alrededor de la construcción del metro de Madrid Río [se han talado más de 500 árboles para la instalación de dos nuevas estaciones de suburbano]. Parece que no estamos en el siglo XXI.
Persiste este discurso sobre la importancia de lo infraestructural para toda la ciudad por encima de todo, pero ¿y qué pasa con el lugar específico donde se implementa esto? Seguimos con estos discursos grandilocuentes de entender la ciudad como un gran ente abstracto que hay que gestionar con una mirada desde arriba, a vista de pájaro. Las propias comunidades vecinales, las nuevas generaciones de arquitectos, los observatorios de paisaje o las asociaciones de vivienda tienen que hacer pedagogía institucional, trabajar con lo municipal para cambiar estructuras que están medio obsoletas.
P: La economista británica Kate Raworth habla de la “economía del dónut”, que ya se aplica en ciudades como Ámsterdam o Copenhague, se trata de un nuevo modelo económico basado en la justicia social y en poner límites ambientales al crecimiento. ¿Modelos así se llegarán a aplicar alguna vez en España?
R: ¿Por qué no? Soy optimista con muchas de estas iniciativas que han ocurrido y ocurren en España. Con la renaturalización del río Manzanares a su paso por Madrid Río sucedió algo parecido. Nadie duda ahora de que esta intervención estuvo genial, pese a que en su momento se cuestionó la apertura de las presas. En Barcelona también hay mucha gente trabajando sobre vegetación en las ciudades, catalogando especies... Creo que, en vez de importar modelos, lo que se debería hacer es articular muchas de las iniciativas que ya ocurren. Lo que está sucediendo en Ámsterdam es algo más reglado y dirigido desde lo municipal, pero aquí ya se están haciendo muchas experiencias similares, y debemos darles voz, elevarlas y que funcionen a escalas mucho mayores.
Si no generas un sentimiento de pertenencia, de comunidad potente, es muy improbable que se hagan buenos barrios
P: También en Ámsterdam se está empezando a tomar medidas contra el turismo en el centro de la ciudad. ¿Llegaremos a aplicar medidas de control en España, cuando ya se anuncia que seremos el país del mundo con más turistas en 2040?
El turismo es un problema global, pero aquí tenemos una relación con él muy intensa. ¿Cuál es el problema? Desde luego no solo de las ciudades, pero sí del sistema, del Estado español que, tal y como lo conocemos ahora mismo, se ha construido sobre unas bases donde hay una primacía del turismo.
P: ¿Esto cómo afecta a la arquitectura de los centros de las ciudades?
R: Pues en que los edificios más bellos, los históricos, pero también muchos residenciales, se convierten en edificios turísticos, en hoteles, apartamentos… Dejamos de habitar este tipo de arquitectura identitaria. En vez de ir hacia una folclorización del patrimonio, a explotar a tope lo castizo, es lo contrario, y lo castizo está desapareciendo con base en experiencias bastante genéricas que podemos tener en cualquier lugar del mundo.
P: Le lanzo entonces esta pregunta con ironía: ¿Copenhague y Madrid están más cerca con esta estandarización del turismo?
R: Si visitas un piso de Airbnb en Madrid, es idéntico a un piso de Airbnb en Copenhague. Suelos de madera, paredes blancas, muebles vintage, una silla de diseño… Es muy interesante analizarlo, y muy terrorífico también. El turismo se acelera, pero lo hace con unas demandas de homogeneización de los espacios por donde circula. Todo tiene que ser prácticamente lo mismo en todos los sitios. Es como si el mundo fuera una gran cadena hotelera estandarizada donde alguien decide cómo tienen que ser los suelos, cómo tienen que ser los baños… y esto se implementa a escala mundial, destruyendo parte del patrimonio. Es como los bares de toda la vida de Madrid, que cierran por grandes cadenas de cafeterías. Pero no solo es una cuestión de que cierren los bares, cierran todas esas comunidades que había alrededor.
P: Existe un grupo de arquitectos españoles (Andrés Jaque, Husos, Zuloark, Elii…), ahora entre los 40 y los 50 años, que arrancaron sus carreras con la crisis de 2008 y llevan tiempo trabajando conceptos como sostenibilidad, comunidad… haciendo arquitectura de un modo nuevo y muy reconocido fuera de nuestro país. ¿Es momento de reconocer su trabajo como generación única y rupturista?
R: Toda esta generación es fundamental. Ellos pusieron unas bases para hablar de arquitectura de otra manera, y repensaron el rol del arquitecto de un modo más enraizado, tomando una posición de acompañamiento en algunos procesos, no de protagonismo absoluto [en referencia a los arquitectos estrella de los noventa y principios de los dosmil]. El horizonte que ellos esbozaron durante la crisis, con prácticas muy radicales, fue importantísimo. Dijeron: “Como estamos en el sur de Europa, las condiciones de la arquitectura son muy diferentes, no necesitamos ni queremos ser el norte de Europa”. Y se aliaron con lo extraño, se aliaron con la crisis. Quisieron que la arquitectura fuera útil a otros procesos que sucedían a su alrededor, no trabajaron desde un lado aislado, crearon evoluciones formales, técnicas… Pero sobre todo pusieron la arquitectura al servicio de otros discursos, como lo queer, lo ecológico, lo ecosistémico… Hicieron un cambio fundamental respecto a las generaciones anteriores, porque vinieron a resolver los problemas de la gente, a acompañar demandas.
P: ¿Y qué se encuentran ahora los arquitectos que están saliendo de las escuelas?
R: Estamos viendo la vuelta del dinero, la vuelta de oportunidades, lo que nos subsume en una especie de lenguaje global, y se está de nuevo mirando al norte rico de Europa. Deberían ser capaces de aportar algo genuinamente propio desde España, desde una posición de escasez económica, de sequía crónica, de una burocracia perniciosa.
P: Durante la pandemia, parecía que iba a haber un éxodo a lo rural, ¿fue un espejismo?
R: Totalmente, las ciudades siguen creciendo y la España rural se sigue despoblando. Más que tener un impacto cuantitativo, lo que la pandemia nos hizo entender es que hay otros modos de vida. Pudimos imaginar que más allá de la ciudad compacta, densa, existen otras formas de relación. Fue un cambio de mentalidad, entendimos que hay otros espacios, otros tiempos, porque irse a lo rural también supone otros tiempos, y otro modo de gestión de los recursos. Esto va a tardar unos años en traducirse en algo real, no habrá abandono de las ciudades, pero el territorio va a funcionar más cohesionado. Siempre habíamos imaginado un futuro urbano, denso, congestionado, y la pandemia puso en valor que hay otras maneras de vivir y que son posibles en un futuro cercano.
P: ¿En qué hemos cambiado la manera de mirar lo rural?
R: Hay un cambio de cultura. Cuando imaginamos un futuro rural, ya no pensamos en el campo como un almacén de donde sacamos nuestra comida para las ciudades. Lo pensamos como una alternativa de vida donde la relación con otras entidades no humanas es posible, donde la energía se consume de otra manera... Por eso creo que la idea de vuelta a lo rural no es un espejismo, es una especie de semilla y un cambio de mentalidad. A lo mejor cuesta 10 ó 20 años articular estas ideas y materializarlas en el campo, en revertir la despoblación de la España vacía. El reconocimiento de que estas otras formas de vida son posibles y deseables, es una de las cosas buenas e interesantes que nos llevamos de la pandemia.
P: ¿Existe también un cambio de mentalidad de cómo queremos que sean nuestras viviendas? Más luminosas, con terrazas, más sostenibles…
R: Creo que hemos salido de ese paradigma de la casa bunkerizada, del modelo suburbial americano, con ese gran jardín donde hacer barbacoas que te protege y te segrega del vecino. Se está queriendo volver a tener zaguanes, terrazas, patios, áreas comunes con vegetación… Hay una mayor conciencia de que todos estos espacios intermedios de relación son, otra vez, deseables, en el contexto de crear comunidad. Yo no conozco a mis vecinos, tenemos un patio que no es compartido, es de luces; pero si mi casa estuviera concebida de una manera donde yo tuviera que cruzarme con ellos e interrelacionarme, seguro que sería muy diferente la relación con las personas con las que comparto pared con pared. En España se han construido durante años escaleras vecinales oscuras, sin ventanas, que son las mismas escaleras de emergencia, selladas entre descansillos, y son lugares para no pasar o hacerlo muy rápido, buscando una transición impersonal de la calle a mi casa.
P: Eres un claro defensor de que la figura del paisajista se incorpore a la arquitectura y al urbanismo de las ciudades de una manera masiva.
R: Incorporar las lógicas del paisaje a cómo se construye la ciudad te hace verla de una manera diferente. Las ciudades están hechas de superficies impermeables donde no hay un drenaje del suelo y la vegetación tiene que crecer en zonas localizadas. En un entorno urbano se entiende la vegetación como algo inmediato y no procesual. Por ejemplo, plantamos un jardín, pero hay que preguntarse: ¿quién va a cuidarlo? ¿cuántos recursos hídricos se van a destinar? ¿en un momento de sequía va a ser lo primero que dejemos de regar? Es pensar la ciudad y su arquitectura no como algo que incorpora vegetación o plantas, sino como algo enraizado en los procesos vegetales.
P: Junto a Lys Villalba has planteado, con la instalación o jardín móvil Tres ensayos de paisaje, en Condeduque de Madrid, este dilema vegetal de los núcleos urbanos. ¿Es realista hacer jardines como ahora?
R: En Condeduque no tenía sentido plantear un jardín frondosísimo, porque habría que regarlo y los veranos en Madrid son cada vez más agresivos. Es poco realista trabajar con plantas que exijan un mantenimiento muy alto. Incorporar el paisaje en la ciudad nos obliga de manera muy radical a repensar los procesos, a repensar los agentes… Te lleva a reconsiderar quiénes son los usuarios de esas posibles arquitecturas, paisajes o diseños, y ya no van a ser solo personas, van a ser muchos otros agentes, como las abejas y otros insectos, por ejemplo.
P: ¿Planteamientos similares se deberían aplicar a las playas del Mediterráneo, arrasadas cada temporal?
R: En España, cada seis meses hay que rehacer las playas, porque los temporales se las comen. Las administraciones no se pueden gastar millones de euros en levantarlas cada poco, tienen ser proyectos a largo plazo. Hay que cambiar el imaginario de lo que son las playas, pues en el Mediterráneo van a desaparecer posiblemente. Hacer una labor de cuidado, de mantenimiento de la costa, y esto se tiene que hacer pensando en los procesos naturales.
La arquitectura tiene que adecuarse a la geología, al cambio climático, a las lluvias, no a tiempos políticos o ciclos económicos. Hay que mirar las corrientes, los acantilados… No puedes traer cada seis meses un camión con arena de China y rellenar la playa; esto no es viable, ni siquiera económicamente. Los proyectos de paisaje son proyectos a futuro, pues es probable que no lo disfrutemos en su plenitud, porque un proyecto de paisaje es un acto de generosidad hacia las generaciones venideras. Nadie se pregunta cómo eran los árboles de El Retiro cuando se plantaron y ahora todos los disfrutamos.
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