Detective X, el investigador oculto que aclaró 800 crímenes
Entre 1911 a 1954, un físico que se había especializado en el análisis de empastes dentales dio empaque científico al análisis caligráfico y balístico en EE UU
No dormía en una cama plegable tras la mesa de su despacho. No se levantaba las solapas de una gabardina raída y entreabierta para adentrarse en un callejón ventoso, ni dejaba que el cigarrillo se le apagara en la comisura de los labios mientras veía acercarse a una mujer en el reflejo de la última copa. Aunque apenas nadie supiera quién era en realidad Wilmer Souder, y mientras la literatura pulp consagraba a los detectives hoscos y carismáticos, él se deslizaba discreto entre fardos de documentos y fotografías ampliadas de balas. Souder investigaba los crímenes con la máxima cautela para proteger a su propia familia y también con una enorme devoción por el análisis de empastes dentales del cadáver, su especialidad.
—¿Cuántos documentos ha analizado usted?
—Calculo que unos 8.000.
—No, en este caso, quiero decir.
—Sí, en este caso.
—¿¡8.000!?
—En este caso, 8.000. O más.
El diálogo lo comienza un abogado en el juicio que trata de dilucidar quién ha secuestrado y asesinado a un niño de solo 20 meses, Charles, hijo del celebérrimo aviador Charles Lindbergh, el primer piloto que unió América con la Europa continental, en un vuelo entre Nueva York y París en 1927, a bordo del Spirit of St. Louis. Quien responde al letrado es Wilmer Souder, físico de la Oficina Nacional de Normas (NBS), el lugar que custodia los referentes de las medidas para todo EE UU, el homólogo del que guarda el metro de platino iridiado en París. Lo suyo es la medición precisa, el cálculo exacto de dentina en una muela, la búsqueda del método perfecto para analizar la autenticidad de una firma. Su hábitat no son los juzgados, sino los laboratorios del NBS. En su origen, Souder es experto en la identificación a partir de piezas dentales, pero su minuciosidad le hace internarse en el análisis de las caligrafías, de documentos mecanografiados y de rastros de balas.
Es un padre de familia cincuentón, reservado. Por eso está a disgusto dando la cara delante del público que colma la sala de justicia del condado de Hunterdon, en Nueva Jersey, un 16 de enero de 1935. La resolución policial del caso, que logró una enorme atención mediática, se la habían disputado el superintendente de la policía del Estado de Nueva Jersey, Norman Schwarzkopf, y el todopoderoso J. Edgar Hoover, del FBI.
Wilmer Souder es uno de los ocho expertos que testifican en el juicio. Los técnicos debían establecer si la letra de las notas de rescate correspondía con la del acusado, Bruno Richard Hauptmann. Lo que a él le va es evitar a los fotógrafos, procurar que sus testimonios sean precisos, sí, pero también que pasen inadvertidos para la prensa. Quiere volver a su laboratorio.
Los 8.000 análisis de todos los materiales del juicio llevan a Souder a declarar, sin dudarlo, que Hauptmann es el autor de las notas, escritas a trazos entre infantiles y desquiciados, en las que pide 50.000 dólares de la época de rescate (casi un millón de dólares, si se actualiza esa cifra con la inflación acumulada). Es declarado culpable. Al año siguiente, morirá ejecutado en la silla eléctrica.
El nombre de Wilmer Souder (1884–1974) permaneció casi en el olvido hasta 2014, cuando un equipo de archiveros del NIST, el laboratorio heredero del NBS, reunía materiales para una exposición y encontraron sus cuadernos. Quisieron saber quién era aquel forense, infinitamente menos conocido que los europeos Alexandre Lacassagne, Edmond Locard o Cesare Lombroso.
De no haber aparecido esos cuadernos, Souder hubiera pasado a los anales solo como el fundador del programa de investigación en empastes dentales, porque así figura en las búsquedas académicas, pero fue mucho más. Las hojas y hojas de anotaciones arrumbadas en algún sótano del laboratorio demostraban que se había empleado a fondo en aclarar numerosos crímenes (puso entre rejas a innumerables asesinos, contrabandistas, gángsters y ladrones, apunta el NIST) y que su afán perfeccionista le había llevado a convertirse en un experto en caligrafía, identificación de escritura mecanográfica y balística. Tan sistemático, que sentó escuela en su país.
Los archiveros identificaron 838 casos analizados por el experto a lo largo de 25 años para innumerables agencias federales, según la comisaria de la exposición, Kristen Frederick-Frost. Tal era su discreción que ni siquiera se refiere al mediático caso Lindbergh por su nombre público, sino que lo llama "Adamson".
El laboratorio del NBS se remontaba a la década de los años veinte del siglo pasado. Las agencias gubernamentales de EE UU se enfrentaban entonces a una escalada criminal sin precedentes. Y la identificación de los criminales constituía una labor esencial. El NBS tenía que desarrollar métodos para identificar a un criminal por su escritura manuscrita o incluso por la forma de usar una máquina de escribir. Se suponía que de ahí saldrían unas directrices generales para el análisis forense de caligrafía, escritura a máquina o armas de fuego, para los años treinta. Pero Souder había dejado el trabajo abstracto y se había arremangado a estudiar los casos, como un verdadero detective. Le preocupaba que sus métodos cayeran en manos de criminales y que sofisticaran sus tácticas para pasar inadvertidos. Por eso apenas dejó rastro público de sus ideas, más allá de algunas cartas profesionales.
En una época en la que las falsificaciones estaban a la orden del día, EE UU necesitaba alguien que sistematizara el análisis caligráfico. El metódico Souder era el candidato perfecto para ello. Y aportó muchas de las novedades que luego fueron de uso común entre los forenses: usó, por ejemplo, un tipo de microscopio para comparar si dos balas habían salido de la misma arma. Aplicó el criterio científico a un ámbito que hasta entonces se dejaba llevar demasiado por corazonadas o intuiciones. El Gobierno federal y la policía conocían sus habilidades. Según recoge National Geographic en un reportaje dedicado a su figura, el jefe de la policía de Nueva York se refirió a él como "el experto más destacado de América de los últimos cien años".
Cuando murió, en 1974, su hija tiró todos los archivos. A la basura fueron sus pesquisas, sus testimonios, sus seguimientos. Ya en 1944, los Archivos Nacionales habían echado a la papelera la mayoría de los memorandos y archivos antiguos de la Oficina de Normas. Pero entre lo poco que su hija conservó había una carta de reconocimiento de su labor, un artículo en prensa de 1954 en el que se referían a su jubilación con un tajante "el hampa se alegrará". Y un ejemplar del Reader's Digest de 1951. En la página 118, un artículo hablaba de "El Detective X de Washington". El más discreto; el sin nombre.
Si su trabajo se perdió fue, en parte, por voluntad propia. Aunque publicó decenas de papers para compartir sus conocimientos dentales, no hizo lo mismo con lo que iba aprendiendo en el resto de la ciencia forense. "No hablaba de su trabajo, y cuando lo hacía decía que tenía que ver con seguridad y protección. En parte para separar la familia del trabajo, pero también porque no le gustaba mucho hablar de sí mismo", apunta en un breve documental una nieta suya. El Laboratorio del NBS no le sobrevivió. Sus herederos fueron otros forenses a los que había formado. Y otros laboratorios, como los del Servicio Postal y el del FBI, que él ayudó a montar en los años treinta.
El secuestro del hijo del aviador
Bruno Richard Hauptmann, de 35 años, era un antiguo soldado del Ejército alemán en la Gran Guerra. Había caído en la delincuencia en Alemania. Después de dos intentos fallidos, logra entrar en EE UU, consigue trabajo como carpintero en el Bronx pero la Gran Depresión de 1929 lo deja en la estacada. Las deudas lo acucian. En 1932 secuestró al bebé de Charles Lindbergh. Pidió 50.000 dólares de rescate (casi un millón de los actuales, unos 920.000 euros) en certificados de oro, que a la larga ayudarían a identificarlo. El niño apareció muerto, desnucado, a pocos kilómetros de su casa. Nunca se esclareció si murió de manera accidental, mientras era secuestrado. "El hombre más odiado del mundo", como lo caracterizó la prensa, terminó sus días en la silla eléctrica en la prisión estatal de Nueva Jersey, un año más tarde.
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