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investidura parlamentaria
Crónica
Texto informativo con interpretación

Un desatascador de fango, rencor y lágrimas

La investidura ha sido como uno de esos productos tóxicos que se usan en casos desesperados de bloqueo de tuberías

Íñigo Domínguez
El candidato socialista a la presidencia del Gobierno, Pedro Sánchez, durante la sesión de investidura del pasado sábado.
El candidato socialista a la presidencia del Gobierno, Pedro Sánchez, durante la sesión de investidura del pasado sábado.Getty Images

A las 14.29, la presidenta del Congreso dijo que salían 167 síes y a Adriana Lastra se le saltaron las lágrimas. Se pasó la mano por los pómulos para secárselas y reponerse. El PSOE rompió en aplausos, Pedro Sánchez elevó la mirada a la tribuna, donde estaba su esposa, y dijo: “Gracias”. Pablo Casado e Inés Arrimadas se acercaron a darle la enhorabuena. Santiago Abascal se largó sin más. Pablo Iglesias no podía pasar entre los fotógrafos a hacerse la foto con el nuevo presidente, tuvieron que abrirle un pasillo los periodistas, que estaban deseando hacérsela. Poco después él también se puso a llorar a moco tendido, con Pablo Echenique. “¡Sí se puede, sí se puede!”, coreaban en Unidas Podemos. En el palco, Juan Carlos Monedero se abrazaba con los suyos. Íñigo Errejón miraba desde el gallinero de los escaños, fuera de la fiesta. Se desenlazaban muchos dramas y se olvida que aquí no solo se ha contenido el suspense, también las emociones. El hemiciclo abandonó en un instante toda teatralidad y se hundió en una catarsis de abrazos y besos mientras la oposición se escabullía con cara de funeral. Sánchez saludó uno a uno a todos sus diputados, al pie de la escalera. Se había hecho realidad un sueño para unos, y ahora a ver si se rompe España, que ese es el pronóstico del tiempo en la derecha.

La sufrida investidura de Pedro Sánchez es como uno de esos desatascadores tóxicos que se usan en casos desesperados. Bombas químicas que abren el desagüe más bloqueado, una masa indefinida que avanza muy lentamente pero con ligeras secuelas radioactivas, casi de usar con mascarilla. El último debate siguió propagando contradicciones y contraindicaciones, a la espera de ver si este remedio inédito, la primera coalición de izquierda desde la Segunda República, desatasca la política o lo empeora todo.

A las nueve de la mañana ya había diputados socialistas deambulando por el Congreso, presos del ansia, y media hora antes de las doce, hora de inicio de la sesión, conversaban en los escaños medio centenar. Entre ellos, Rafael Simancas, víctima del tamayazo en 2003, que seguramente vería fantasmas por las esquinas, y eso que el hemiciclo es mayormente semicircular.

Sánchez entró en medio de los aplausos de los suyos. Calvo y Lastra se tendieron la mano de una fila a otra, lo habían conseguido. En su discurso, el presidente en funciones manejó dos ideas: la prioridad es acabar con el bloqueo y, justo después, mejorar la convivencia, dado el ambientazo que deja la investidura. En el PP empezaron pronto con los aspavientos y Meritxell Batet llamó la atención a Teodoro García Egea y a un clásico de la algarabía parlamentaria, Juan José Matarí, diputado de Almería.

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El líder socialista intentó abrir un horizonte de esperanza, contando el mogollón de cosas que van a hacer, disipar los nubarrones catalanes, hablar de derechos. Cuando explicaba la subida del salario mínimo, su esposa asentía desde la tribuna. Al decir que era responsabilidad de todos un planeta más limpio, se oyó en la oposición “oooh, qué bonito”. Le toman por un ingenuo chalado. Mientras, los ujieres colocaban más y más butacas extra, apretujando los escaños, para los senadores que querían asistir.

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Cuando Sánchez citó a Azaña hubo lío, como si todo lo que sonara a república fuera pecado mortal: “Somos hijos del mismo sol y tributarios del mismo arroyo”. Es una frase que ya usó Rajoy, muy socorrida, además de ecologista. Parece entrarse en una fase en la que serán frecuentes las lecciones de historia y el uso constante de las víctimas del terrorismo, en función de los intereses de cada cual. En esta sesión volvió a registrarse esa mecánica: Casado recordó a las víctimas por el “ultraje” del domingo, en referencia a la intervención de la portavoz de EH Bildu, y a los pocos minutos Pablo Iglesias le respondía leyendo un mensaje que le había mandado la hija de Ernest Lluch a favor del diálogo y de que dejen en paz a las víctimas. Increíblemente, las víctimas del terrorismo tienen cada una sus opiniones y su partido. Y los políticos las lanzan en un pimpón muy poco edificante.

Pablo Casado prosigue su tozuda transformación en el demonio de Tasmania de la Warner, cada vez más enfadado. Además de recordar a las víctimas de ETA, empezó reivindicando la Constitución y al Rey, como si estuvieran en peligro. “Es el Gobierno más radical de nuestra historia”, aseguró, otro superlativo para la colección. Evocó los muertos de la URSS, China y Camboya como advertencia contra el comunismo. Acusó al futuro Ejecutivo de ir “contra la libertad de mercado y de expresión”. “Si cumple con sus socios antisistema, romperá España”, profetizó. Para un PP instalado en lo trascendente, lo práctico es un valor diabólico, es preferible el caos: “Más vale honra sin Gobierno, que Gobierno sin honra”. Y culminó: “Ya dialogamos en 1978, (…) no hay que volver a hacerlo”.

Para Santiago Abascal ya es un problema tener que hablar siempre después de Casado, porque para cuando sale el incendio ya está desatado. Otro ritual que será tendencia en la legislatura son los paseos: los de Junts pero Catalunya se largaron en el turno de Vox. Luego estos se fueron cuando habló EH Bildu. Abascal dedicó sus primeros cuatro minutos a hablar de violencia contra las mujeres y alertó de “una plaga de violaciones de grupo cometidas mayoritariamente por extranjeros”. Frase memorable: “La compañía aseguradora de la investidura se llama ETA”. Terminó con una confusa cita de un libro de Largo Caballero que contaba cómo, según él, igual que el PSOE ahora, “en París iban acompañados de señoritas con las que no tenían ninguna relación familiar”. No se sabe si estaba acusando a los socialistas de ir de putas o qué le pasaba por la cabeza, pero ahí lo dejó. “¡Viva el Rey! ¡Viva España!”, clamó al despedirse, y la derecha respondió: “¡Vivaaa!”. También va a ser tendencia, aunque muchos no hayan hecho la mili.

En el turno de Pablo Iglesias fue una imagen impresionante ver a todo el PSOE aplaudiendo en pie, con todo lo que se dijeron hace nada. “¡Mirad, mirad!”, les señalaba García Egea. Sus primeras palabras fueron para Aina Vidal, la diputada de En Comú Podem, a la que se le ha detectado un cáncer y asistió al Congreso para votar. Fue un luminoso momento de calor humano en una sesión dominada por la bilis y los resentimientos. Casi todos se levantaron para aplaudir, salvo la mayoría de los diputados de Vox.

En la retórica de Iglesias, cuanto más bajito empieza hablando, más la sube después; es la técnica del crescendo. Así fue. Tuvo frases muy puñeteras contra la derecha: “Si quieren ustedes defender a la Monarquía, eviten que se identifique con ustedes”. Se fue y chocó la mano con Sánchez en plan colega, un gesto ya institucional que luego se fue repitiendo con todos los portavoces que apoyaban la nueva coalición. Las bancadas de la izquierda se convirtieron en un pasillo de baloncesto, todos chocándose la mano al pasar. Detalle curioso: Tomás Guitarte, de Teruel Existe, estrechó la mano de Sánchez, pero no la de Iglesias, que le esperaba en pie en la escalera.

Las últimas intervenciones fueron rápidas, una cuesta abajo hacia la votación. Inés Arrimadas insistió en lo suyo: ha pasado de vetar a los socialistas como apestados a ponerles un teléfono de la esperanza. Ya se hablaba más de lo que va a venir, no de una investidura que ya era inevitable. Y fue Aitor Esteban, del PNV, quien hizo uno de los discursos más incisivos. “La jefatura de Estado es una institución más, y como tal, sometida a crítica. (…) La derecha comienza a extender la idea de que este será un Gobierno ilegítimo (…) Es un flaco favor al Rey. (…) Buscan enfrentar al jefe del Estado contra el jefe de Gobierno. Pero si estamos todos aquí votando la candidatura del señor Sánchez, es porque el Rey lo ha querido así”. Grandes aplausos de la izquierda. “¡Ha propuesto al supuesto felón Pedro Sánchez, qué responsabilidad la del Monarca!”, ironizó. En la derecha no hacían ni gestos de sarcasmo, estaban un poco pillados por sorpresa, como si no hubieran pensado antes en ello.

Hubo otro momento especial, más humano que político, cuando Ana Oramas, de Coalición Canaria, que votó no contra la directriz de su partido de abstenerse, pidió disculpas por decidirlo a su bola. Luego hizo un alegato sincero y duro: “Ahora me llaman valiente los que hace diez días me llamaban de todo. Pero ni soy una facha ni esta gente del PSOE y los de Podemos son unos terroristas”. No aplaudió nadie. España es implacable con los que cambian de opinión y critican a todos.

En los postres, Sánchez tuvo que tragar con un último caramelito envenenado de la representante de ERC, Montserrat Bassa, hermana de una de las dirigentes encarceladas tras el juicio del procés. Le confirmó la abstención de su grupo, pero con un discurso incendiario, volcado en lo sentimental y las fiestas de cumpleaños que se ha perdido su hermana por estar en prisión. Fue una última concesión de Esquerra a sus votantes más cabreados en el tiempo de descuento. “¿Cree que me importa la gobernabilidad de España? (…) Personalmente me importa un comino”, le soltó. “También ustedes son verdugos”, espetó al PSOE. Y Sánchez tragando mugre mientras miraba el reloj, un último esfuerzo y ahí estaba La Moncloa. Por fin terminó: “Reivindicamos la libertad inmediata de Junqueras y la nulidad de la sentencia”. Pero ya daba todo igual, colaba también. Terminado el debate, se chapoteaba en el fango y el rencor. Estos son los agentes activos predominantes en este momento, luego se unieron las lágrimas, una coalición de química incierta y esa mezcla indescriptible acabó por desatascar el Gobierno de España. Con qué efectos y hasta cuándo, no se sabe. Cuando todo terminó, pasó por el pasillo que lleva a los despachos del Congreso un camarero con un carrito con champán y jamón.

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Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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