Sublevación de las pasiones
La sentencia no tiene en cuenta los centenares de testigos por su profunda carga emocional
Al juez Manuel Marchena se le dan bien los atardeceres. En las últimas jornadas del juicio, cuando ya los días se iban alargando, el presidente del tribunal subía a su despacho en la cuarta planta del Supremo, salía a la terraza y fotografiaba las últimas luces sobre Madrid con su teléfono de última generación. Mientras en la biblioteca del edificio los periodistas de tribunales intentaban rematar sus crónicas contra reloj, el magistrado se relajaba enviando las fotos a modo de regalo a su círculo de confianza. Una costumbre, la de notario de atardeceres, que se ha visto interrumpida en las últimas semanas.
Durante muchos días, incluyendo los fines de semana y alguna que otra madrugada, Marchena ha ido redactando la sentencia en su casa, a veces en pijama, en contacto permanente con los demás miembros del tribunal, pero a resguardo de distracciones y preguntas indiscretas. Una escena de tranquilidad, de silencio buscado, que el magistrado intuía que saltaría en pedazos en cuanto se hiciera pública la sentencia y se conocieran las penas impuestas. Lo más llamativo es que a las críticas del sector independentista, que ya lo había puesto de vuelta y media de manera preventiva, se han unido las de la extrema derecha, que en menos de 24 horas ha roto amarras con símbolos que hasta ahora consideraba suyos y nada más que suyos.
Si el domingo los nostálgicos de Franco les gritaban a los guardias civiles que cerraron el Valle de los Caídos una frase que está pidiendo mármol —“¡hijos de puta, queremos ir a misa!”—, a la mañana siguiente los líderes de Vox tachaban la sentencia de “vergüenza para España”. Se puede decir que, sin pretenderlo, un juez que hasta ahora había sido tildado de conservador —porque siempre contó con el apoyo de la derecha y la desconfianza de la izquierda— ha alcanzado la centralidad gracias a los insultos cruzados, casi a empujones. Puestos a criticar, hay quien ha llegado a afear a los miembros del tribunal que hayan firmado la sentencia por unanimidad, algo sospechoso en una judicatura experta en la guerra de guerrillas.
Durante algún tiempo pasado, Marchena intentó hacer sus pinitos en la literatura, pero su esposa —al igual que la de Fernando Savater— actuó de eficaz censora y los relatos siguen por el momento en el cajón. Una veta de aquella voluntad de estilo aflora en algunos momentos de la sentencia, donde aparecen por sorpresa palabras como quimera o ensoñación, y no es difícil imaginar a Marchena en algunas de aquellas madrugadas de escritura y pijama trasteando en el diccionario y dudando entre la primera y la segunda acepción de la palabra sedición. La primera dice que se trata del “alzamiento colectivo y violento contra la autoridad, el orden público o la disciplina militar, sin llegar a la rebelión”. La segunda acepción es menos concreta y por tanto más hermosa: “Sublevación de las pasiones”.
Tal vez pensaban en ello Marchena y sus colegas del tribunal cuando decidieron no tener en cuenta la declaración de los testigos “que depusieron acerca de lo que sucedió en los centros de votación del día 1 de octubre”. Dicen en la sentencia que “los varios centenares de testigos que declararon en el plenario ofrecieron una versión filtrada por una profunda carga emocional”. O sea, la sublevación de las pasiones a la que se refiere el Diccionario de la Real Academia Española. Durante semanas enteras, los periodistas que asistieron al juicio —desde dentro del salón de plenos o a través de las pantallas instaladas en la biblioteca— fueron tomando nota de las declaraciones de policías y guardias civiles y también de los ciudadanos que se enfrentaron a ellos para que no les impidieran votar.
Dice Marchena en su sentencia que todos ellos —agentes y ciudadanos— hicieron gala de “una memoria selectiva, un recuerdo parcial, consciente o inconsciente, que debilita enormemente” la carga probatoria. O lo que es lo mismo, nada de eso sirvió. Ni las miradas de odio que los policías veían en la gente corriente ni aquel dolor de Emili Gaya, un anciano independentista que acudió a la plaza de París con una intención muy concreta.
—Señor fiscal, quiero dejar constancia de las lágrimas. Hubo muchas lágrimas.
Pero ni el odio ni las lágrimas que durante más de un mes, recién llegada la primavera, acapararon la atención están en la sentencia. Hay, en cambio, una sensación de tiempo perdido, de vuelta al principio. Si alguien pensó que la justicia arreglaría los desvaríos de la política, se equivocaba. Ahora toca volver a empezar a pesar del cansancio y las heridas. Ya lo dijo Sabina: “¿Quién me ha robado el mes de abril?”
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