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Día 3 | Siete horas de alerta roja en el horno de Lleida: “Así no se puede”

La ciudad catalana vive su primera alerta roja en junio de la historia

Manuel Viejo
Vista panorámica de Lleida desde lo alto de la colina del castillo.
Vista panorámica de Lleida desde lo alto de la colina del castillo.M.V.

Y al tercer día de la ola de calor… Lleida es una estufa desde primera hora de la mañana. La sensación es similar a cuando se abre un horno de casa para sacar la pizza y viene todo el vapor caliente a la cara. Con una diferencia: el horno de Lleida no se puede cerrar. A las 8.00, 25 grados. A las 12.30, 33. A las 15.00, 39. Y subiendo.

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“Me he tenido que bajar de la grúa porque me estaba dando un sopufo”, cuenta el pintor ilerdense Antonio Expósito, de 59 años, a primera hora de la mañana. El sopufo de Antonio se cura con Ibuprofeno. “Me he traído dos sobres porque esto así no se puede, no se puede”. Después de este parón seguirá pintando de blanco la fachada de este bloque céntrico de seis pisos, tal y cómo atestiguan las yemas de sus dedos. “Mira el Joaquín —apunta con la barbilla al compañero del curro—, también está con dolor de cabeza”. Joaquín Nevado, de 38, resume trabajar con la ola de calor en cinco palabras: “¡Hostias que si se nota!”. Tal es la crisis, que Joaquín—gafas de sol, sombrero de tela verde— se ha traído una sombrilla roja de la playa y la ha atado con una cuerda al andamio de la grúa. “Si no a partir de las 15.00 no se puede ni tocar”.

Así comenzaron los 140.000 ilerdenses su primer día de alerta rojometeorológica: con su calor de asfalto levantándose conforme pasaban las horas, con sus persianas grises, blancas y marrones prácticamente cerradas; con las lunas de los coches aparcados reflejando el sol como cuando sale el flash de una cámara de fotos y...  con paradas de autobús sin bancos, ni techado. Solo un mísero pivote, que alertaba a los pasajeros del lugar de la estación. “Yo estoy con los ojos que no veo, me han hecho unas pruebas en los ojos que casi ni veo”, cuenta Jordi, de 72 años, con su camisa de rayas —los tres primeros botones desabrochados dejando entrever un desordenado pelo rizado canoso en el pecho—, mientras espera el autobús en la avenida de Balmes. “Y encima vengo de un atraco”.

 — ¿De un atraco?

— ¡De Hacienda!

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La sombrilla en la grúa de los pintores.
La sombrilla en la grúa de los pintores.M.V.

Un poquito más abajo la Universidad de Lleida apenas recibía visitas. El telón del curso de estudios se ha bajado y los jardines donde se tiraban los universitarios estaban hoy amarillentos y casi secos. Sin embargo, de pie y bajo la luz de una sombra, estaban con su carrito negro dos testigos de Jehová: Carles, de 19, y Lorenzo, de 44. “¿Vale la pena vivir?, ¿es posible un mundo seguro?”, se preguntan en las portadas de los libros que despachan. “La labor que realizamos siempre es preferible hacerla con camisa y pantalón largo", cuenta Carles con sus chinos beis. “Pero en el ámbito más ocioso me pongo pantalón corto y tirantera”.

 — ¿Se ha parado mucha gente en el puesto esta mañana?

— (Silencio de tres segundos) Bueno, la verdad es que no, por el calor.

Si la ciudad es un horno, el frigorífico está en la calle Mayor. Este es el lugar más transitado por los turistas e ilerdenses. Los comercios  —Zara, Intimissimi, Pull&Bear, heladerías Llao Llao...— desprenden el aire acondicionado a todo trapo hacia fuera y, como las calles son estrechas y las tiendas no tienen puertas, los viandantes disfrutaban de estas ventoleras frescas paralelas. “Venimos de rebajas, pero por la tarde no saldremos de casa”, cuentan las amigas Laura Guerrero, de 26, y Núria Perelló, de 29, con dos bolsas en la mano.

— ¿Se venden turrones a 40 grados?

— El turrón se puede comer todo el año, pero a la gente le falta cambiar el concepto. 

Sheila Rodríguez, de 31 años, sonrisa de oreja a oreja, dice que esta mañana ha despachado algunos en su tienda de turrones Vicens Agramunt de esta céntrica vía ilerdense. "Sobre todo el blanco con almendras porque se puede congelar y se toma como un helado”.

A muy pocos minutos a pie, sobre el gigantesco paseo del río Segre, dos empleados del Ayuntamiento recortan los jardines con una especie de tractor cortacésped. Brrrrr. Brrrrr. “Hace mucho ruido, pero yo no me pongo cascos. Yo escucho reggaeton”, cuenta el marroquí Tarek, de 25 años. “Llevamos tres días con mucho calor”, explica. En la pared de este gigantesco parque de dos kilómetros, un muro de unos tres metros con yedras verdes hace una tenue sombra de poco más de un metro. Desde aquí se divisa la colina más alta de Lleida, con su castillo. “Hoy han venido unos 25 turistas”, cuentan desde la oficina de turismo. Subir hasta allá es fácil, un ascensor coloca a los aventureros a pocos metros de la última subida. Y desde acá se divisan todos los tejados de esta sabana de viernes en Lleida. Solo faltan Mufasa y Simba: “Ves todo esto, hijo? Pues vámonos pa´casa”.

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Sobre la firma

Manuel Viejo
Es de la hermosa ciudad de Plasencia (Cáceres). Cubre la información política de Madrid para la sección de Local del periódico. En EL PAÍS firma reportajes y crónicas desde 2014.

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