Familias partidas a las puertas de Europa
Los traficantes hacen fortuna con decenas de refugiados divididos por la frontera entre Melilla y Marruecos
La vida de Ahmed debía ser una simple ecuación: llegar de A a B, donde A es Nador, en Marruecos, y B es la vecina Melilla. Lo consiguió la pasada primavera, como acredita la tarjeta roja con su foto que lo reconoce como solicitante de protección internacional en España. Antes, ya había dejado atrás su vida en Idlib, la provincia siria vaciada por la enésima batalla contra el Estado Islámico en 2015, y viajado como refugiado por Líbano, Egipto, Libia y Argelia hasta desembarcar con su hija de un año, su mujer, sus padres y un hermano adolescente en la otra punta del Mediterráneo con un solo objetivo: llegar de A a B, de Marruecos, a Europa. Solo él cruzó, y la vida se le convirtió en una complicada derivada.
Ahmed volvió a Marruecos para intentar llevar a su familia hasta Melilla. A la vuelta, no pudo entrar. "Me arriesgué y salí del CETI (Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes, en Melilla) para poder pasar a mi familia y al final me quedé yo aquí", comenta este sirio de 23 años en un café en los alrededores del Hotel Marqueze (Hotel Central), en una avenida principal de Nador, "ahora a mí no me dejan pasar los marroquíes". Como la de Ahmed, decenas de familias refugiadas viven separadas por la frontera entre España y Marruecos, a las puertas de Melilla. En hoteles como el Marqueze, en Nador, esperan reunir el dinero para pagar a contrabandistas o burlar los controles marroquíes.
Las puertas del establecimiento, que solo anticipan una escalera de loza entre almacenes y cafés con sillas de plástico, rebosan historias de familias divididas y espera, de exilio e impaciencia. En sus habitaciones conviven pandillas de jóvenes palestinos, padres, hijos y abuelos de Siria, también iraquíes y yemeníes, a menos de siete euros al día por habitación. "La gente viene a ayudarnos", asegura Yasser, tío de Ahmed, cliente desde hace más de 4 meses junto a su hijo de 12 años, "saben que el hotel es de gente que viene de la guerra".
Melilla acumuló la mitad de todas las peticiones de asilo y protección nacional registradas por sirios en 2018. De las 2.901 solicitudes presentadas en España, 1.445 se tramitaron en la ciudad autónoma, adonde llegaron también 620 palestinos y 410 yemeníes. En 2019, la tendencia se ha suavizado, pero no se ha detenido: según datos acumulados hasta el 28 de febrero, el enclave, de 86.000 habitantes enclaustrados en 12 kilómetros cuadrados, es la cuarta ciudad de España con más solicitantes, por detrás de Madrid, Barcelona y Valencia.
Si Melilla es la puerta de Europa, Nador es su trastienda. La frontera de Beni Ensar es un hervidero de refugiados, muchos registrados por ACNUR en Marruecos, pero hay que fijarse detenidamente. La mayoría no quiere quedarse y esperan su oportunidad para colarse o recibir la llamada del harraga, el contrabandista con los contactos necesarios para hacerles cruzar. Por allí, apoyado en la balaustrada de la galería de cafés que va a dar a los carriles de entrada del paso fronterizo, pulula el palestino Munir. Nadie se le acerca. "Se nos ve que no somos marroquíes", dice. Los vecinos de la zona saben que una simple conversación puede servir para detenerles por tráfico de personas. En Marruecos, facilitar la salida clandestina de extranjeros está penado con entre tres y seis meses de prisión o más una década para reincidentes y organizaciones.
"Yo me arriesgo a 10 años de cárcel por cada uno (que intento pasar)", se justifica Faisal, nombre ficticio de uno de esos chavales de la frontera que se ha pasado del tráfico de alcohol al de personas. Sus tarifas son altas porque tiene buenos contactos en la policía: unos 700 euros por dejar que las "piezas", como llama a las personas, pasen la noche tendidas en un tejado cercano a la comisaría de la Seguridad Nacional marroquí en la frontera; 1.000 euros por colar a un niño. "Hay familias de sirios o palestinos que pagan 10.000 por entrar todos juntos (a Melilla) y que no se quede ni el marido ni nadie fuera", asegura. El dinero se reparte entre sus secuaces, que hacen de vigías, descontada una cuarta parte, más o menos, para la mordida del agente de turno.
No sin mi prole
“Mi hija entró sola”, se arranca Zeinab, madre siria de 25 años que habla ya desde el otro lado de la valla, en el CETI de Melilla, “estaba con su padre en la frontera, pero a él lo paró la policía marroquí, le pidieron la documentación y, como tenía pasaporte sirio, lo devolvieron”. La pequeña Layali se coló entre el barullo de niños que pasaban por la mañana para ir a clase en la Residencia de Estudiantes Marroquí de Melilla, pero aún no han conseguido estar juntas. A Zeinab el rostro se le agria cuando intenta contener las lágrimas mientras enseña en el móvil las fotos de la niña, de siete años, trasladada La Gota de Leche, centro de acogida para menores extranjeras no acompañadas. Hasta que Interior certifique el parentesco mediante pruebas de ADN, Layali es tratada como cualquier otra niña bajo la tutela de la Ciudad Autónoma. "No me dejan ni acercarme a la puerta", lamenta.
A su lado está Suria, su prima, que lleva el nombre de su país. Gota a gota está consiguiendo reunificar a los suyos en Melilla. Ella consiguió cruzar la frontera con su bebé de año y medio por 2.000 euros; su otro hijo, de diez, entró después, pero aún le quedan dos hijas y otro pequeño en Marruecos. "Yo no quiero irme de aquí hasta que llegue mi familia", dice respecto a un posible traslado a la Península desde el saturado centro melillense, "si me dan salida, no me voy, ¿cómo iba a dejar a mi marido y mis hijos?".
A un mundo de distancia, Baayat toma la palabra a su esposa. "Mi mujer entró primero para luego poder meter a los niños", explica el marido de Suria, "después iría yo, pero no los dejaron cruzar". Él se quedó, junto a los restos de otras familias partidas, en Nador, donde ha alquilado un cuartucho con cocina y baño en el que vive con sus hijas Diala, de 16 años, Houloud, de 13, el pequeño Nasser, de siete, además de su hermano y el hijo de este. Todo en el edificio, que luce prendas de ropa como guirnaldas tendidas desde la escalera hasta los dinteles, recuerda a almacén: la luz fluerescente en pleno día, las puertas metálicas, los quicios desnudos, los futones por los suelos. En los bajos, mujeres marroquíes repudiadas salen con niños en brazos para cotillear la conversación. Antes de mudarse, la prole iba al colegio en Casablanca, donde vivieron un año recibiendo entre 70 y 100 euros al mes como refugiados de ACNUR. "Ahora no van a clase", admite, "tenemos que estar pendientes de cuándo podemos cruzar la frontera, no podemos perder días, vinimos aquí solo para cruzar a Melilla".
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