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Una Diada a domicilio

¿Hay algo más impactante que una Gran Vía vacía? Una Gran Vía llena de 'esteladas'

Manuel Jabois
Manifestación independentista en Madrid.
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Una chica atraviesa corriendo uno de los laterales del paseo del Prado con una urna en la mano, como aquel fraile que tras declararse en 1996 un incendio en el convento de San Francisco de Pontevedra salió corriendo con el sagrario en la mano para salvar las hostias sin consagrar. Parece un anuncio. De hecho, todo lo parece; eso, o un rodaje. ¿Hay algo que pueda superar a Eduardo Noriega en la primera escena de Abre los ojos paseando por una Gran Vía completamente vacía? Por supuesto: una Gran Vía llena de esteladas.

Pero esto es Madrid y estos son los milagros políticos de Madrid, una ciudad tan infravalorada en el resto de España, donde sobreviven clichés absurdos, que a cualquier político le daría miedo sentarse en una terraza a observar este espectáculo. Porque el espectáculo fue, estrictamente, este.

—Oigan, oigan,

La familia se gira, sobresaltada. Pañuelo amarillo al cuello y camisetas con las caras de los Jordis.

—Mire, os queremos con nosotros, pero pase lo que pase, os vamos a querer igual.

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La escena, a la altura del Hotel Catalonia (emoji a elegir), la protagoniza una señora que les da palmas, como si fuese una entrenadora de fútbol; como si fuese aquel Carlos Aimar y se pusiese a darles bofetadas en el pecho para que salgan al campo y pierdan. Pero, por lo que sea, pone la piel de gallina. Dos chicos se paran con el móvil y le piden que lo repita; la señora poco menos que los manda a paseo. Los manifestantes van hacia ella y la saludan efusivamente. Esa señora no tiene que lidiar con un problema político de primera magnitud según el cual una mitad de catalanes quiere una nación propia y convertir en extranjeros a la mitad de sus vecinos, pero la anécdota ilustra una ciudad, Madrid, que se pone por encima, aunque sea ilusoriamente, de los obstáculos legales. Sí, el trabajo sucio es otra cosa y eso exige de Parlamentos y no de espontáneas. Sí, lo prestigioso es decirles las cuatro verdades o que te las digan ellos, y llegar con el pecho hinchado a la mesa y contar que los pusiste de verano. Sí, en cuanto acabó la manifestación en la capital del Estado opresor, la policía de ese Estado escoltó con las luces encendidas a los líderes oprimidos para que llegasen a sus hoteles de lujo o sus clases business de vuelta a sus casas. Pero en la calle a veces esto es lo que hay, que la gente que no entiende de política la hace sin querer.

A esas horas, seis y media de la tarde, Madrid presentaba un aspecto impresionante para quien amaneciese de un coma de dos días, que habría preguntado por Kafka o Philip K. Dick dependiendo del humor con el que se levantase. Una gran marea independentista celebrando una Diada fuera de hora en las narices del poder central, cantando a pleno pulmón su objetivo político y protegida por la Policía Nacional para que cuatro deshilachados ideológicos no encontrasen jaleo. ¿Y qué es sino la capital de España el lugar en el que pueda manifestarse cualquier español para lo que sea, también para querer partirla? Ahí estaba la gran paradoja de la movilización independentista, tolerada por el país “autoritario” cuando no “fascista”, y protestada por partidos constitucionalistas como el Partido Popular, que aprovechó un sábado de buen tiempo para anunciar que restringirá el derecho a la manifestación según las ideas políticas. O sea, que se pira de la Constitución, y no es la primera vez. Cuando vuelva no la reconoce.

Todo el día hubo en el centro un aire a picnic familiar desplazado directamente de la Diada, el ambiente festivo con que se llenan las calles de Barcelona el 11 de septiembre con muchos niños, pinturas, bocadillos y limonadas. La independencia pasa por muchas cosas, casi todas emocionales. Una de ellas, según Pere Masó, es la “psicoestética”. Masó está en el paseo del Prado, cerca ya de Cibeles, con un cartel que anuncia en inglés que la libertad del pueblo solo se conseguirá mediante la psicología y la estética. Tiene más razón de la que él mismo cree. Al menos, por ahí ha ido el camino de estos años: los mosaicos multitudinarios de las calles y el convencimiento moral de que si Rosa Parks resucitase, en lugar de sentarse en un autobús de blancos iría corriendo a sentarse en el escaño de Turull.

“Las manifestaciones están bien, pero hay que pensar en los estudios del futuro”, dice Masó. En su web están los fundamentos de su teoría y algo más, su vocación personal: “Favorecer mediante la nueva metodología psicoestética el desarrollo de los catalanes y de una Catalunya independiente”.

Hubo psicoestética para desbordar una piscina en Madrid. En Cibeles, la fuente rodeada de banderas españolas y lugar de culto de los éxitos del Real Madrid, se habían instalado un par de escenarios con carteles gigantes que decían “Self-Determination is Not a Crime” (la autodeterminación no es delito) colocados para la manifestación. Por lo que sea, esa fuente termina llenándose cada año, ya sea por Zidane, por Parlem o por el Supremo. En esta ocasión, una concentración para pedir la libertad de los políticos encarcelados tras la declaración unilateral de independencia de Cataluña, líderes que llevan un año y medio en prisión preventiva y que son juzgados estas semanas. Una marcha tan festiva y tranquila que por momentos parecía el making of del carnaval, con legionarios con cinturones de Fairy, manifestantes directamente disfrazados de botellas de detergente y mucho, mucho amarillo, el suficiente como para que el cronista medio reaccionase al ámbar de los semáforos echándole la grabadora.

Todo ocurrió en el lugar que cada 12 de octubre ocupa el desfile militar español, en esta ocasión para ocuparlo de esteladas, ikurriñas, banderas gallegas y republicanas, muchas de estas últimas, con el objetivo de que una parte de España se independizase de ella. Y no pasó nada. Porque no puede pasar nada. Dejando al acabar esa rara sensación de que Madrid es una ciudad en la que protesta quien quiere y gana quien puede.

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Sobre la firma

Manuel Jabois
Es de Sanxenxo (Pontevedra) y aprendió el oficio de escribir en el periodismo local gracias a Diario de Pontevedra. Ha trabajado en El Mundo y Onda Cero. Colabora a diario en la Cadena Ser. Su última novela es 'Mirafiori' (2023). En EL PAÍS firma reportajes, crónicas, entrevistas y columnas.

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