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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Implosión catalana

El engranaje de la política española permanece bloqueado desde que la sucesión fallida de Jordi Pujol acabara derivando en una implosión de ese espacio político

Juan Rodríguez Teruel
El presidente del PDeCAT, David Bonvehí, junto al expresidente de la Generalitat Artur Mas.
El presidente del PDeCAT, David Bonvehí, junto al expresidente de la Generalitat Artur Mas.Quique Garcia (EFE)

Una de las claves de bóveda de nuestra democracia ha sido la implicación determinante del nacionalismo catalán en la gobernabilidad del Estado, incluso en momentos de mayoría absoluta de PSOE y PP. Y por eso, el engranaje de la política española permanece bloqueado desde que la sucesión fallida de Jordi Pujol acabara derivando en una implosión de ese espacio político: aunque apenas ha variado su peso electoral y parlamentario desde hace casi cuarenta años, carece hoy de la unidad de liderazgo y cohesión interna de antaño. Como el Brexit, el procés fue en buena medida la expresión de un desarreglo interno.

Tres fracturas obstruyen en estos momentos la recuperación de cierta estabilidad para ese espacio, hoy mutado en independentismo. Una es, dentro de los restos del posibilismo de CiU refundados en el PDECat, la división entre el entorno de Artur Mas y la generación (de jóvenes y no tan jóvenes) que pide hacerse definitivamente con el rumbo del partido y teme, por ello, las pretensiones del antiguo líder de ensayar el retorno, cuando finalice su inhabilitación en la primavera de 2020. Otra corresponde a la división entre el PDECat y los sectores favorables a Carles Puigdemont, organizados en torno a la Crida Nacional, por el liderazgo del espacio que hoy reúne la candidatura Junts per Catalunya.

Y más allá, la subasta permanente entre ese mundo exconvergente y ERC que ha sido el verdadero eje motor de la transformación política catalana desde hace 15 años. El fracaso del procés abortó su deriva más radicalizada, pero -tal como nos sugiere la teoría de la sobrepuja competitiva elaborada por Alvin Rabuschka y Kenneth A. Shepsle en los años 70s- la subasta difícilmente concluirá hasta que una de las dos fuerzas recupere la hegemonía de ese espacio.

En ese contexto, otras variables como el radical libre de la CUP, el activismo civil de Ómnium o la ANC, o el proceso judicial en el Supremo solo introducen más complejidad en la ecuación, impidiendo por ahora cualquier posibilidad de salida consensual que estabilice la crisis catalana. A ello podría sumarse, en los próximos meses, una bicefalia inédita en el mundo nacionalista, si los alcaldes exconvergentes logran mantener la mayoría institucional en los ayuntamientos catalanes, pero ERC les arrebata la mayoría del Parlament y la Presidencia de la Generalitat.

Las elecciones de abril y mayo clarificarán moderadamente el equilibrio de fuerzas en esa maraña de personalismos, grupos y facciones, pero difícilmente resolverán su guerra civil interna. Que las listas electorales de los próximos comicios estén encabezadas por los presos evidencia hasta qué punto se mantendrá la provisionalidad y el riesgo de cortocircuito consecuente para la actuación de los representantes que ejerzan su papel efectivo en las instituciones.

En conjunto, un espacio demasiado explosivo para hacer de él el sostén no ya solo de la gobernabilidad de la legislatura, sino de la confrontación electoral entre los grandes partidos por la hegemonía política española. Pero eso ya no será responsabilidad del independentismo. Resultaría más que preocupante que la llegada de Podemos y Ciudadanos solo hubiera servido para hacer aún más improbable una lógica consocional en la gobernación de España tan pocas veces practicada.

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Juan Rodríguez, Profesor de Ciencia Política de la Univerdidad de Valencia. Este artículo ha sido elaborado por Agenda Pública para El País

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