Dos reyes en el Parlamento
Se trataba de invocar el espíritu del 78 como remedio a la obstinación que predomina 40 años después
Los tiempos de la política contingente, gaseosa e incidental concedieron al 6-D, sin pretenderlo, el valor de la política sólida e inmanente. Recuperaba el Parlamento su mejor acepción etimológica. Restablecía el Congreso su poder litúrgico e institucional. Y adquiría la sesión extraordinaria no tanto una euforia retrospectiva y nostálgica como la pretensión de iluminar la oscuridad y la sublevación contemporáneas, más o menos como si Felipe VI fuera el médium de una sesión de espiritismo y convocara desde el atril del púlpito a los espectros benefactores de la democracia.
Se trataba de invocar el espíritu del 78 como remedio a la obstinación que predomina 40 años después. Proliferaron los clichés, los tópicos, a medida de una oración mecanizada —marco de convivencia, las reglas que nos hemos dado, altura de miras— pero la ceremonia sobrentendía una amonestación a la frivolidad de la política contemporánea, henchida como está de comodidades y de bienestar, pero obstinada en sabotearse a sí misma con el separatismo, la balcanización, la erección de bloques impenetrables y el cuestionamiento de la monarquía.
Pablo Iglesias reivindicó la República valiéndose del logo de una peluquería. Y se erigió en representante de una corriente guillotinesca que alcanza a un 30% de los diputados actuales. Reclaman todos ellos la cabeza de los Borbones, así es que debió intimidarlos la ofensiva protocolaria de la conmemoración. Porque compareció la Monarquía con dos reyes, dos reinas y una delfina de 13 años. La princesa Leonor representaba el porvenir inocente de la estirpe respecto a los achaques del abuelo, cuyo bastón de zahorí se abría camino entre los patriarcas supervivientes de la Constitución y entre los exjefes de Gobierno que acudieron a custodiarla. Incluido Mariano Rajoy, protagonista de los corrillos evanescentes a cuenta de una reaparición que incorporó la tradicional simplificación del marianismo: “Veo todo muy complicado”.
La generalidad tanto podía aludir a la inestabilidad parlamentaria como a la irrupción de Vox, al chantaje independentista como al equilibrismo de Pedro Sánchez en el templo mercurial de La Moncloa, razones todas ellas suficientes para relamerse o recrearse en el milagro de conciliación y de reconciliación que supuso el 78. Todas las fuerzas que conspiraron para malograr la Transición —ETA, el justicierismo posfranquista, los sables, la extrema izquierda, la resistencia episcopal, la extrema derecha— capitularon a la inercia del consenso constitucional. Prevaleció el interés general al maximalismo. Y pudieron neutralizarse tanto la resaca como la revancha.
Puede entenderse así el esfuerzo pedagógico que alojó la celebración del 40º aniversario. González y Aznar murmuraban como monaguillos. Don Juan Carlos y doña Sofía departían como si fueran un matrimonio bien avenido. Hasta Zapatero y Rajoy accedían a abrazarse en el salón de los pasos perdidos, como si estuvieran requiriendo un memorial pictórico de Rafael Canogar.
Es el motivo por el que parecían desubicados los parlamentarios hooligans y los líderes del gallinero. Gabriel Rufián, por ejemplo, tuvo que desahogarse en los aledaños del hemiciclo. Abjuró de los padres y de las madres de la Constitución. Y de los herederos que se han convertido en “carceleros” de la libertad catalana. Un show tan retuiteado como efímero respecto a la intemporalidad del “texto sagrado”, envuelto, como está, en unas cubiertas de terciopelo y expuesto por un ujier con sus guantes de seda blanca y escrúpulo de orfebre o de coleccionista de mariposas. Puede modificarse la Constitución. No emana de una zarza ardiente. Y no horada el granito de las piedras fundacionales, pero Miquel Roca, evangelista del ejemplar, advertía de los peligros que implican reescribirlo. “Antes de modificar la Constitución hay que saber por qué, para qué, cómo y cuándo. A las reformas hay que darle un sentido. La Constitución se puede mejorar, pero, cuidado, también se puede empeorar”, concedía el patriarca.
Pablo Iglesias nació el mismo año de la Constitución. Una paradoja o un escarmiento que lo han conducido al propósito de maldecirla como una prolongación blasfema del régimen franquista. El espíritu del 78 o del 77 no sería otra cosa que un pacto siniestro entre el antiguo régimen y la condescendencia de las generaciones posfranquistas. Un contexto pervertido que habría consentido al Rey erigirse en jefe de Estado por unción del caudillo. Y con el ánimo de preservar el linaje biológico sin atenerse a las obligaciones democráticas de las urnas.
Se trata de una teoría bastante popular —exhumar a Franco para enterrar a los Borbones— y no menos sesgada cuya frivolidad desdibuja los hitos de la Transición, relativiza el dolor de los años de plomo y ubica el nacimiento de la Historia allí donde una generación comienza a vivirla. El “yo no había nacido” funciona como esquema caprichoso de refutación y como argumento de discordia. Hace 40 años, el objetivo era alumbrar la Constitución contra todos los obstáculos. 40 años después el objetivo consiste en sabotearla contra todas sus virtudes, cuestionando su principio integrador y la tutela de la unidad territorial de España. Felipe VI se ocupó de reivindicarla el 6-D conjurando incluso el sopor que había trasladado el discurso previo e institucional de Ana Pastor, no está claro si presidenta del Congreso o terapeuta del insomnio. E hizo el Rey un ejercicio de memoria, de prospección metafísica y de hasta provocación supersticiosa, como si tuviera delante una ouija para conmover a los incrédulos.
Cuesta trabajo imaginar que Sánchez, Casado, Rivera, Iglesias, Tardá y Aitor Esteban fueran capaces de encontrar no ya el acuerdo de la reforma de la Constitución, sino el acuerdo para la hora y el sitio donde podrían reunirse.
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