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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La Constitución del 78. Balance y reforma

La Ley Fundamental busca agrupar en un proyecto común de vida solidaria a todos los territorios de España

SCIAMMARELLA

Este año la efeméride de la Constitución marca algo tan significativo como sus cuarenta años de vigencia. También coincide con la más grave crisis política acaecida en España desde su promulgación. Y no faltan voces que cuestionan “la transición política” que la alumbró y sugieren un nuevo proceso constituyente. Es ocasión, pues, de balances y reflexiones. Conviene recordar lo que fue el franquismo en lo político y en lo social, pues sin duda será el necesario contraste para ese balance.

En lo político encarnó un régimen autoritario, fuertemente centralizado, asentado en el ideario político del bando ganador de la Guerra Civil y que oficializó la religión católica como patrón moral de la vida colectiva (en su versión más reaccionaria). Y la sociedad quedó conformada a imagen y semejanza de todo eso. Una sociedad dual y maniquea, de buenos y malos. Una sociedad dogmática regida por la ortodoxia política del Régimen y el paradigma moral de la religión oficial.

Lo anterior conllevó, entre otras cosas, lo siguiente. El ejercicio de lo que hoy son derechos fundamentales -opinión, acción política o libertad sindical- conducía directamente a la prisión. La marginación institucional, profesional y social de la mujer fue lo usual. La opción sobre la convivencia íntima personal no admitía otro molde institucional que el matrimonio tradicional. La homosexualidad era un motivo de estigmatización cuando no de persecución cuasipenal. Y el catolicismo tuvo asignado un plus de significación moral frente a otras alternativas éticas.

¿Que ha hecho la Constitución de 1978? Ha traído, cierto, la democracia, pero también ha sentado unas bases jurídicas que han demolido gran parte de esos cimientos que sustentaban la sociedad del franquismo.

En lo político proclama la soberanía popular como necesario fundamento de todo poder político y, simultáneamente, somete esos poderes a una tupida red de limitaciones o contrapoderes. La principal limitación es el respeto de los derechos fundamentales, erigido, a manera de moral política común e insoslayable, en el elemento esencial del sistema constitucional [lo hace el artículo 10.1, que no me resisto a trascribir: “La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social. …”]. Y la segunda limitación es la clásica separación de poderes, exteriorizada en estos dos imperativos constitucionales: la vinculación de cualquier poder público al ordenamiento jurídico; y la configuración del poder judicial con la afirmación vehemente de la necesidad de su independencia. Pero hay otros límites referidos al poder político central, principalmente la descentralización política territorial en las comunidades autónomas.

En lo económico también introdujo innovaciones. Reconoció la economía de mercado, pero diseñó importantes limitaciones para embridar a los poderes económicos y asegurar unas cotas de protección social que hiciesen realidad los valores superiores de justicia e igualdad de su primer artículo. La principal de esas limitaciones fue asumir el modelo de Estado “social” y dotarlo de contenido, definiendo para los poderes públicos unas concretas metas que se regulan como “principios rectores de la política social y económica”. Y no menos importante ha sido la constitucionalización de los sindicatos y las asociaciones empresariales, como necesarios elementos del sistema para que la huelga y la negociación colectiva, principal contenido de la acción sindical, sean un eficaz contrapeso social de los poderes económicos.

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En lo territorial intentó una síntesis entre solidaridad y diversidad, con distintos espacios para la nación sujeto de la soberanía política y la nación expresión de identidad, pues el concepto de nación no es unívoco.

Hay un esencial concepto de nación, surgido de la Revolución Francesa, que configura a esta en instrumento de democracia, que es sinónimo de colectividad igualitaria, solidaria, universalista y no excluyente, en el que dicho vocablo designa a la totalidad de los miembros de esa colectividad como titulares únicos de la soberanía que configura el Estado. Y hay un segundo concepto identitario de nación, asentado sobre la autoconvicción de un grupo de poseer unos rasgos históricos y culturales singulares y encarnar por ello una colectividad diferenciada que merece un tratamiento específico de esa identidad.

¿Cuál es la idea principal de nación que acoge la Constitución? Sus preceptos revelan que coincide con el primero de los dos conceptos anteriores, pues la nación se identifica con la totalidad del pueblo español, titular único de la soberanía política que fundamenta el Estado. Y demuestran que lo buscado es, por un lado, alcanzar la democracia y la igualdad, poniendo fin al autoritarismo del franquismo y, por otro, agrupar en un proyecto común de vida solidaria a todos los territorios de España.

Lo buscado es agrupar en un proyecto común de vida solidaria a todos los territorios de España

Esto último se compatibiliza reconociendo unas nacionalidades y regiones, configuradas por su singularidad histórica, cultural y económica, a las que sí se reconoce un autogobierno para lo concerniente a esa singularidad hasta el techo que la Constitución define, pero no la soberanía. Así se hace para no romper el vínculo de solidaridad entre unas colectividades que llevan más de cinco siglos viviendo juntas en el mismo marco político.

Acaba el relato de lo acontecido y toca ya el balance anunciado: señalar los logros y las carencias de nuestra Norma Fundamental.

Los logros son evidentes porque la Constitución ha sido un importante revulsivo de la sociedad del franquismo. Veamos los cambios más significativos: la preocupación colectiva por la discriminación de la mujer y por esa gravísima lacra que es la violencia de género; la regulación del matrimonio entre personas del mismo sexo; el reconocimiento de determinados efectos jurídicos para las uniones de hecho; la protección a personas de especial vulnerabilidad social; la plena asunción colectiva de que, más allá del obligado respeto a esa moral común y laica que son los derechos fundamentales, caben y son respetables distintas alternativas éticas individuales; o la convicción compartida de que profesar un credo religioso no conlleva un plus de superioridad moral.

¿Ha de significar lo anterior sacralizar la Constitución o rechazar que es un texto perfectible? La respuesta tiene que ser negativa porque ella misma reconoce que su reforma forma parte de su esencia jurídica. Pero, ¿cuáles pueden ser las líneas para una posible reforma? Me voy a limitar a estas sugerencias personales: la laicidad del Estado; la conversión en derechos subjetivos de algunos de los actuales principios rectores de política social y económica (para situaciones de gravísima necesidad o vulnerabilidad); y definir un mínimo ámbito en la negociación colectiva para que sea un eficaz contrapeso de los poderes económicos.

Y obviamente esa reforma debe afectar al actual marco de integración territorial, la causa, hoy, de nuestro más grave desencuentro. En este sentido, me adhiero a alguna iniciativa surgida del mundo académico: convertir el Senado en una Cámara territorial para que este órgano parlamentario sea el que defina los elementos de unión u homogeneización del Estado (como pueden ser la legislación básica o los límites de la solidaridad interterritorial).

Nicolás Maurandi es magistrado del Tribunal Supremo.

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