Sánchez, el presidente más viajero
El nuevo inquilino de La Moncloa ha hecho 17 viajes internacionales en sus primeros cinco meses de mandato
Casi uno de cada tres días que lleva Pedro Sánchez al frente del Gobierno lo ha pasado en el extranjero o ha sido anfitrión de alguna visita internacional en España. Por comparar: en sus cinco primeros meses de mandato, Mariano Rajoy hizo 12 viajes y pasó 17 días fuera de España; cinco viajes y 11 días menos que su sucesor en La Moncloa.
La democracia española nunca ha tenido un presidente tan viajero ni tan interesado por la política internacional. Tampoco ninguno que hablase inglés y francés, salvo el fugaz Leopoldo Calvo-Sotelo. “Puede parecer anecdótico, pero [hablar idiomas] es muy importante para tejer alianzas en las cumbres europeas”, señala Camino Mortera-Martínez, analista del Centre for European Reform (CER).
La imagen de Zapatero, ensimismado mientras otros líderes charlaban animadamente durante la cumbre de la OTAN en Bucarest, en 2008, fue la de un líder aislado. Y no solo en lo político,
“¡Al fin sin traductor!”, exclamó Merkel cuando recibió en Berlín al nuevo presidente español el 26 de junio. La canciller tenía en Rajoy a un alumno aventajado en sus políticas de ajuste e hicieron juntos un trecho del camino de Santiago en 2014, pero mes y medio después de conocer a Sánchez ya estaban compartiendo fin de semana en Doñana. Antes, en el Consejo Europeo de junio, el español le regaló un acuerdo sobre devolución de refugiados que sirvió a Merkel para contentar a sus socios bávaros. A rey muerto, rey puesto.
Al nuevo inquilino de La Moncloa le gusta la política internacional y se le nota. Felipe González y Aznar se aficionaron a ella a medida que se aburrían de la política doméstica. Sánchez lo ha hecho desde el primer día, quizá porque formaba parte de su bagaje: fue asesor en el Parlamento Europeo y miembro del equipo del Alto Representante de la ONU para Bosnia, el español Carlos Westendorp.
Frente a algunos medios, que le han acusado incluso de eclipsar la proyección internacional del Rey, José Manuel Albares, asesor diplomático de Sánchez, alega que cuando llegó a La Moncloa, a caballo de una inesperada moción de censura y en vísperas de sendas cumbres de la UE y la OTAN, urgía “presentarse, explicar lo que había pasado en España y buscar aliados, porque la solución a muchos de los problemas de dentro está fuera”.
También, agrega Albares (a quien Sánchez hizo secretario general, un rango superior al de sus antecesores), despertó interés: el presidente francés. Emmanuel Macron, visitó por primera vez Madrid el 26 de julio, cuando ya llevaba un año largo en El Elíseo. “No parece que los líderes europeos vieran a Sánchez como un presidente de paso al que no valía la pena perder el tiempo en conocer”, apostilla.
Sánchez ha llegado en un momento crítico para la UE. El Reino Unido se va, Merkel está de salida y el Gobierno populista de Salvini ha sacado a Italia del núcleo duro de la Unión. Macron y Merkel ven en Sánchez a un aliado, un europeísta convencido (“también lo era Rajoy, pero pasivo”, matiza Albares) frente al tsunami de xenofobia y eurofobia que amenaza con arrasar la UE.
España no ha entrado, sin embargo, en el directorio europeo. No hay como en otros tiempos reuniones previas a las cumbres en las que un núcleo de países (Italia por derecho propio y España como invitada ocasional) diseñaban la hoja de ruta a los demás socios. La única locomotora que tira del tren europeo, cada vez más renqueante, es el eje franco-alemán.
Ignacio Molina, investigador del Real Instituto Elcano y profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, cree que "es muy difícil que España esté en la foto, pero es posible estar en el día a día de las políticas europeas".
Fuentes diplomáticas de Bruselas aseguran que la marca Sánchez no ha podido compensar el deterioro sufrido por la marca España con el rescate a la banca, la inestabilidad del Gobierno Rajoy y el conflicto en Cataluña. España ha maniobrado para recuperar voz en materias como inmigración, unión monetaria o Brexit, pero no tiene aún el protagonismo que corresponde a la cuarta economía de la zona euro.
Sánchez se estrenó en la UE con un golpe de efecto: la acogida del buque Aquarius. El objetivo a medio plazo es conseguir que se arbitre un sistema de reparto de refugiados que comprometa a los 27, de forma que los países que se nieguen a acogerlos tengan que financiar a quienes lo hagan.
La piedra de toque del peso del Gobierno español en la UE será el apoyo a Marruecos, convertido en gendarme de la frontera sur de Europa. España ha ejercido de abogado ante Bruselas para que apruebe dotar a Rabat de medios con los que mejorar el control de sus fronteras por 140 millones de euros, de los que 30 han sido ya desembolsados y otros 70 irán a engrosar el presupuesto de la Administración marroquí, pero la burocracia comunitaria es muy lenta y esas cifras están muy lejos de las prometidas a Libia o Turquía. “Ahí nos la jugamos”, advierte Molina.
Sánchez ha tenido que hacer de la necesidad virtud: con una socialdemocracia en bancarrota (solo hay media docena de gobiernos de izquierdas de la UE y el sueco Stefan Löfven, al que visitó en septiembre, está en la cuerda floja) ha buscado aliados más allá de las ideologías: con Macron, cuyo socio en España es el partido de Rivera, o con Merkel, correligionaria del PP.
Según Molina, el activismo internacional de Sánchez ha tenido ya un efecto colateral: “consolidar su imagen presidencial”. A fuerza de verlo con líderes extranjeros, los españoles han interiorizado que hay un nuevo inquilino en La Moncloa. Y que se quiere quedar.
Con información de Marc Bassets y Enrique Müller
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