El Camino del infierno
La Catedral de Santiago suspende por unas horas las visitas al Pórtico por la ola de calor mientras los peregrinos avanzan de noche por miedo al sol
Para burlar la ola de calor, se echaron al Camino sobre las cuatro de la madrugada. Y hubieran sido las primeras en llegar a su destino si no fuera que, a tientas en la noche, se perdieron. Las jóvenes donostiarras Malen Etxeberria, Irati Marko, Maider Zubeldia, Jara Azpillaga e Idoia Ormazabal se habían propuesto completar la etapa de Samos a Portomarín (Lugo), y acabaron caminando más de 40 kilómetros, con la espalda empapada contra la mochila y el cuerpo echando fuego por el ejercicio físico y el sol de justicia, sobre el asfalto humeante y los pedregales abrasados de la ruta jacobea. Eso ocurrió ayer, así que hoy, enfilando hacia Palas de Rei, las chicas se han conformado con salir a las cinco para evitar sustos. El Camino Francés a Compostela ha alcanzado los últimos días en Galicia los 38 grados y el Portugués ha pasado de 40. Como el resto de España, las seculares sendas jacobeas también se han vuelto un infierno, con la peculiaridad de que aquí uno no puede posponer la tarea, ni refugiarse a la sombra de casa, ni abrir la nevera para recibir la bendición de una bocanada polar.
"Un peregrino nunca se rinde", afirman otras cuatro mujeres de mediana edad en el instante en que suben a un taxi. No, no están haciendo trampa. Han cumplido religiosamente con su etapa, pero al llegar a Palas (Lugo), a las sofocantes cuatro de la tarde, ya no tienen fuerzas para atravesar el pueblo (3.554 habitantes, algo más de mil en la capital municipal) hasta el albergue privado donde les aguarda una litera. Un kilómetro de más, con este calor, es una cuestión de salud. Los caminantes ya no saben guiarse hasta Santiago por las estrellas, pero con las temperaturas de este agosto han vuelto a andar de noche; a poder ser, con linternas, para encontrar las flechas amarillas.
Hacia las seis de la mañana, cientos de peregrinos se ponen en marcha y al mediodía son pocos los que continúan andando (mayormente italianos y españoles), porque el aire se empieza a inflamar ya a las nueve y media. "Piden el triple de agua, beben más cerveza que vino y mucho, mucho café con hielo", resume el camarero del Mesón A Forxa, junto al albergue del centro de Palas. Se refugian más en los bares porque cuesta encontrar fuentes donde debería haberlas, pero ninguno se permite dejar de hacer su etapa. En la acera de enfrente un cartel en una tienda recuerda que faltan todavía 67,160 kilómetros hasta la tradicional tumba apostólica y anima a los penitentes: "No pain, no glory". El Camino es un río que no cesa y que arrastra hasta la meta en Santiago a unas 1.650 almas cada día durante los meses de julio y agosto. Entre los españoles, casi la mitad son andaluces o madrileños, seguidos de los valencianos. Entre los extranjeros, abundan sobre todo los italianos, estadounidenses, alemanes, portugueses, franceses, polacos, británicos y coreanos. Hoy todas las nacionalidades se remojan juntas en la piscina municipal por el módico precio de un euro.
El mes pasado arribaron a la Oficina del Peregrino 50.868 caminantes, un 9% más que en 2017, y en lo que va de año han obtenido la Compostela, el título que acredita haber caminado al menos 100 kilómetros, 174.150 personas (al cierre de julio); la mayoría, mujeres (51%). Como los albergues públicos son los primeros en llenarse, muchos reservan en los privados con días y hasta meses de antelación. Así que el calendario suele venir fijado y nadie opta por echarse a la sombra de un castaño hasta que se esfume la ola asfixiante. Deben seguir adelante si aspiran a una plaza en las literas, a veces con la suerte de una sábana limpia de algodón, y otras muchas con una funda estéril de usar y tirar.
El viernes, la Praza do Obradoiro superaba los 38 grados y la Fundación Catedral alertaba por su cuenta de Twitter poco antes de las siete de la tarde de que las visitas al resucitado y reinaugurado Pórtico de la Gloria quedaban suspendidas "hasta nuevo aviso" por la ola de calor. No se trataba de evitar golpes de sol en la eterna cola de público (9.000 personas han logrado verlo desde que el día 27 de julio se abrió a las visitas en grupos controlados de 25), sino de proteger la obra cumbre del románico de la bofetada ardiente que penetraba en el templo con cada turno de turistas. Era una decisión tomada por los técnicos de conservación que, sin embargo, la basílica ha vuelto a suspender en la mañana del sábado, por momentos más benigna.
Probablemente a la hora en que los restauradores de la policromía del Pórtico discutían esta decisión, los croatas Tomislav Glavnik y Želimir Žuljević ganaban la carrera a un centenar de peregrinos adolescentes de una excursión organizada y sin mochila que amenazaban con llegar antes que ellos a Melide (A Coruña, 15 kilómetros después de Palas). Tomislav habla con cara de preocupación. Tiene los carrillos encendidos por el calor que se acumula bajo los carballos por la tarde y el peso de esa mochila en la que trae su vida desde Sant Jean Pied de Port (Francia). Cada vez se abre un abismo más grande entre los peregrinos que cargan con sus pesos y aquellos que, aun en su plenitud física, prefieren no dejar espacio a la aventura y contratan los servicios de esa constelación de coches escoba que se anuncian en los bares. Furgonetas repletas hasta el techo portan etapa a etapa sus bártulos y ellos sobrellevan mejor la senda sofocante. "El Camino ha cambiado mucho en estos últimos años... ahora el de las maletas de ruedas es ya un ruido cotidiano en el pueblo", cuenta con gesto de disgusto la trabajadora de un albergue: "Por la tarde ves a muchos que salen a cenar con ropa de vestir".
Tomislav Glavnik y su amigo no merecen quedarse sin cama, pero no han reservado en ninguna parte. Atrás han dejado Palas de Rei, con sus tres centros de fisioterapia apiñados en una curva de apenas 100 metros. "Esto es demasiado. No corre ni pizca de aire", lamentan. Pero los hombres no paran ni un instante, no vaya a ser que se adelanten "i ragazzi, los... ¿chicos?", tratan de hacerse entender. Seis metros más atrás, los sevillanos Lucía de la Torre y Alejandro Rodríguez acaban de telefonear a un albergue a medio camino, había plaza y se han asegurado el colchón; así que pueden pararse a descansar en un pretil a la sombra y discutir si quieren sobre sus diferencias futbolísticas, que son importantes.
El chico trae la camiseta tan mojada como si acabase de emerger de un río, pero es porque en el noroeste suda tanto como a la vera del Guadalquivir. "¡Creíamos que en Galicia llovería!", bromea la pareja que empezó su ruta en Villafranca (León), "pero en vista del tiempo que hace, nos hemos replanteado las etapas. Tenemos que hacerlas más cortas, porque ayer no nos dio la pájara de milagro", dice ella. Poco antes del desvío que toma el Camino al salir de Palas, dos ponis marrones padecen al sol las peores horas del día, apresados entre tractores desvencijados y hierros rotos dentro de un cercado estrecho. Apenas pueden moverse. No tienen una sombra que les dé consuelo. Quizás preferirían ser peregrinos, si pudiesen elegir.
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