Grande-Marlaska, contra su etiqueta de conservador
El nuevo titular de Interior lucha también contra la imagen de juez estrella
Fernando Grande-Marlaska (Bilbao, 1962) representa política y conceptualmente la originalidad del Gobierno de Pedro Sánchez. Porque no es del partido. Porque reúne en eje de su carisma los criterios de la competencia y la popularidad. Y porque su reputación sobrevenida de juez conservador no contradice la novedad litúrgica que supuso el trance de su investidura: prometió el cargo lejos del crucifico y le consagró el brindis a su marido. Nunca se había verificado una dedicatoria similar en la historia de la democracia española, aunque el rasgo más relevante del ceremonial fue acaso la naturalidad con que se produjo. Nada que ver con la ruptura de los vínculos familiares que supuso para el ministro del Interior confiarle a su madre el secreto de la homosexualidad. Porque un secreto era. Y porque su madre reaccionó desde la incredulidad y desde el rechazo. Fueron seis años de silencio.
Lo cuenta el propio juez o exjuez en las páginas autobiográficas de Ni pena ni miedo, cuyos vaivenes definen una obstinación quijotesca y cuyo título podría convertirse en el lema de su escudo de armas. “Ni pena ni miedo”, repite Grande-Marlaska a EL PAÍS, sin preocuparle el escrutinio de su pasado ni el requisito de pureza que sobrentiende el sacrificio de Màxim Huerta.
Podría decirse que está inmunizado, no ya por la relevancia de los casos y causas que ha instruido, juzgado, sobreseído, condenado —Faisán, Yak-42, ETA—, sino porque premeditada o involuntariamente forma parte de la categoría en entredicho de los jueces estrella, hasta el extremo de haber heredado el puesto de Baltasar Garzón en la Audiencia Nacional en 2006.
Prometió el cargo lejos del crucifijo y le consagró el brindis a su marido, una dedicatoria inédita
Fue el impulso de una carrera judicial sin adscripciones corporativas que amaneció muy pronto. Llevaba pantalones cortos Grande-Marlaska. Y no es una metáfora. Una fotografía del álbum familiar representa al ministro con apenas 26 años en Santoña (Cantabria) a bordo de una motocicleta. Viste bermudas. Y espera al ralentí, de guardia, la oportunidad del primer juicio.
Reconoce la temeridad de aquellos años, pero también agradece no haber renunciado a ella. La ha incorporado a la experiencia como argumento motivador y estímulo de valentía, aunque las decisiones de Grande-Marlaska han desconcertado hasta a su propia familia. Especialmente cuando su voto de calidad como presidente de la Sala de lo Penal de la Audiencia determinó que fueran excarcelados 10 sanguinarios terroristas de ETA en noviembre de 2013.
Se trataba de asumir una sentencia “superior” del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que a su vez derogaba la doctrina Parot, pero el juez tuvo que sobreponerse a la incredulidad de la opinión pública y de sus propias hermanas. Volvía a producirse un cisma familiar y regresaban las incomprensiones, desdibujándose o subestimándose incluso la contundencia con que Grande-Marlaska, vasco, objetivo fallido de ETA cuando veraneaba en Ezcaray, azote de la estructura financiera de la banda, bestia negra de Arnaldo Otegi, se había significado en la lucha antiterrorista y se había esmerado en custodiar los derechos y las sensibilidades de las víctimas.
Se jacta de militar en el animalismo y ha aceptado el cambio de oficio porque necesitaba encenderse
El historial reviste interés porque desarma el argumento del PP de acuerdo con el cual Pedro Sánchez se ha puesto en manos de los amigos de ETA. Y porque expone la astucia con que el presidente del Gobierno ha “pescado” una figura del caladero “conservador”.
Requiere todas las cautelas el adjetivo toda vez que Grande-Marlaska abomina de las etiquetas y su apostolado social articula un relato de connotaciones progresistas —matrimonio gay, violencia de género…—. Pero el conservadurismo, al mismo tiempo, subraya el entusiasmo con que el Partido Popular lo elevó al asiento en el Consejo General del Poder Judicial en 2013.
Imposible imaginar entonces que Sánchez sería investido presidente del Gobierno y que Grande-Marlaska sería el ministro sorpresa del Gabinete. Una manera de sublimar el trabajo de su padre —policía municipal—, de perseverar en el laberinto del servicio público y de “honrar el Estado de derecho”. En los aciertos, en los errores y en las rectificaciones, pues sus colegas de la Audiencia Nacional le corrigieron la decisión de archivar el caso del Yak-42 —no encontró el juez responsabilidad penal de la cúpula de Defensa—; la izquierda abertzale le ha recriminado haberse desentendido de investigar las torturas a los etarras; incluso sus compañeros de profesión le han afeado la decisión de solidarizarse con Concepción Espejel cuando la juez fue recusada en el caso Gürtel después de convenirse que la cercanía al PP cuestionaba la independencia.
Trabajador, meticuloso, hábil, Grande-Marlaska atribuye a las lentillas un salto categórico de su existencia —las gafas lo recluían del mundo— y le gustaría que el polvo de sus huesos se confundiera en el horno crematorio con el de sus mascotas. Una renuncia a la posteridad y una visión lucreciana de la existencia — no cree en Dios ni en las vidas eternas— que no contradice el camino ascendente, vertical, de un tipo ambicioso, cariñoso y coqueto. Esmera Grande-Marlaska la forma de vestirse y de cuidarse la barba. Parece más joven de lo que es. Se jacta de militar en el animalismo —dos galgos y un fox terrier conforman su familia adoptada— y ha aceptado el cambio de oficio porque necesitaba volver a encenderse. O porque temía burocratizarse.
Había perdido las grandes motivaciones, pero conserva otras tan arraigadas como la afición al Athletic, la devoción por el cine de Kurosawa — Dersu Uzala es su película favorita— y por un libro de Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano, que le acompaña como si fuera el breviario de un sacerdote laico, el escenario moral de un juez íntegro y el dietario de un ministro que promete ser leal a condición de que se le permita ser libre. “Lo esencial”, escribe Yourcenar parafraseando al emperador, “es que el hombre llegado al poder pruebe que luego merecía ejercerlo”.
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