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Moción de censura
Crónica
Texto informativo con interpretación

El presidente que susurraba a sus escaños

El PSOE se funde en abrazos y lágrimas con Sánchez, oráculo de confesiones al oído, en una catarsis en la que se podía leer: no sé cómo hemos llegado aquí, pero cuánto hemos sufrido

Pedro Sánchez saluda a los diputados socialistas tras ganar la moción de censura.Foto: atlas | Vídeo: ULY MARTÍN
Íñigo Domínguez

En el hemiciclo había atmósfera de resaca, después de las emociones del día anterior, y en el PP, más concretamente, tras las ocho horas de Rajoy en el restaurante. Debieron de darse cuenta de que algo falló en las formas, como muchas veces últimamente, y Soraya Sáenz de Santamaría esta vez colocó el bolso a su derecha y no en el escaño de Rajoy. O sea, que a lo mejor hoy venía. En el PSOE reinaba ambiente festivo, con sonrisas y abrazos, por fin empezaban a creérselo. Pedro Sánchez seguía tranquilo y serio, como el día anterior. Con todo lo que le ha pasado debe de tener más control de las emociones que Hal 9000, el ordenador de 2001: odisea en el espacio. En la tribuna de invitados había muchas caras conocidas, Ada Colau, Xavier Domènech, Francesc Homs. No querían perderse el final de Rajoy, como quien acompaña a la familia al aeropuerto, pero más para asegurarse de que se va que para despedirse. Aunque el presidente seguía sin aparecer. En los escaños del Gobierno había siete ministros.

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La sesión ya era un trámite cuesta abajo, una moción sin emoción, porque además el voto era a viva voz y no había margen de error, aunque aun así alguno luego se equivocó. La portavoz socialista, Margarita Robles, salió al estrado sin papeles ni carpetas y fue breve, solo aplicó una pátina histórica, como una colonia de ilusión para darle prestancia a la ocasión, con evocaciones del triunfo de 1982 y de Zapatero. El PP la abucheó enseguida. La bancada popular al final suele ser la más macarrilla y faltona. Esta mañana solo les quedaba el desahogo, y luego no tenían mucho más que aplaudir, salvo a Rafael Hernando. Más que un discurso, el portavoz popular se dedicó a insultar uno por uno a los grupos de la oposición, incluido Ciudadanos, por supuesto. Es el único consenso, y el más unánime, de la cámara: todos odian a Albert Rivera. También fue con quien más se ensañó Pedro Sánchez. El aspirante volvió a repetir tanto que la moción era legítima que ya hacía venir las dudas, como si en el fondo tuviera complejo.

Hernando tiró de repertorio y habló de los ERES, de Venezuela, del chalé, “los votos” de Bildu, que son dos –“No sé si será capaz de mirar a la cara a las víctimas de ETA”, le dijo a Sánchez-, y a Robles incluso le sacó que una vez, en 1992, cuando era jueza, condenó a un violador que luego no lo era. Para terminar le sacudió al PNV. “Siempre les consideré personas de palabra. Me equivoqué”, lamentó mirando al portavoz nacionalista, Aitor Esteban. Luego ya se puso de despedida, sentimental: “Hoy desde esta tribuna quiero decir que me siento orgulloso de ser del PP”. Empezó un aplauso de unos pocos, como si no se les hubiera ocurrido a todos, y después el resto se puso en pie. Duró un minuto. Y Rajoy sin venir. Hernando volvió a su escaño y se golpeó el puño en el corazón mirando a la grada, como los futbolistas. Se sentó muy serio, ya no le salió más la sonrisa burlona, con desmayo de figura del Greco en el escaño, que esboza cuando escucha a la oposición mirando al techo.

Se acercaba la votación y parecía que habría tiempo de un receso hasta las once de ir al bar, pero de repente apareció el récordman del restaurante, ocho horas allí metido, Mariano Rajoy. Eran las 10.23. No había bolso en su escaño y se pudo sentar, entre los aplausos de los suyos. Levantó la mano con una señal a la presidenta de la cámara, Ana Pastor, pero no era para pedir la penúltima, sino para hacer su último discurso como presidente. Fue muy breve, ni tres minutos, y le sirvieron para recuperar in extremis la elegancia que había perdido, desaparecido en las últimas 24 horas, aunque sea de lo más humano hacerse fuerte en un bar. “Cuando hay problemas, lo mejor es estar por ahí”, confesó una vez a un grupo de periodistas cuando era ministro. Regresó aquel lejano señor majete de derechas, oscurecido en los años por los problemas y la corrupción. Felicitó a Sánchez, fue emotivo, dijo que lo ha hecho lo mejor que ha podido y, alzando las manos en pose torera, se despidió después de siete años: “Suerte a todos ustedes por el bien de España”. En el PP algunos contenían las lágrimas y luego ya lloraban por los pasillos. Esto ha pasado tan rápido que mucha gente se quedará sin trabajo cuando hace una semana simplemente se programaba las vacaciones.

La votación fue de viva voz, más humana, en un ambiente de colegio o patio de vecinos. Al final se abstuvo Ana Oramas, de Coalición Canaria , que ya está cambiando de rumbo. Como decía el escritor italiano Ennio Flaiano, “acudiendo en auxilio del vencedor”. Poco antes de las 11.30 Rajoy había perdido el Gobierno. Se levantó a saludar a Sánchez, aunque no fue capaz de articular palabras más allá de la cortesía, no tenía frase preparada. No estaba previsto ni quizá sabía qué decir. Ana Pastor también fue a saludarle, pero ni una sonrisa, gélidamente protocolaria.

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El líder socialista se lanzó entonces en una apoteosis de abrazos que no terminaba nunca. El espectáculo empezó a ser entonces el PSOE. Adriana Lastra lloraba. Su abrazo con Ábalos fue el más intenso de todos. Se les leía el pensamiento: no sé cómo diablos hemos llegado hasta aquí, pero cuánto hemos sufrido. Todos los que se odian en el partido socialista, es decir casi todos, se abrazaban como en Nochevieja, se fundían bandos con bandos, corrientes con corrientes. Lo que se suele decir en las familias: a ver si no nos volvemos a pelear, a ver si no la volvemos a fastidiar. Las palmadas en los hombros se oían desde la tribuna. Uno por uno, hasta los que están desterrados al fondo del hemiciclo, todos los diputados socialistas, iban bajando la escalera para abrazar a Pedro Sánchez y le decían algo al oído, secretos de partido, confesiones largamente pensadas, destellos de sinceridad que solo se producen en rarísimos momentos donde parecen verdaderamente creíbles. Sánchez era el presidente que susurraba a sus escaños. Para tranquilizarles, para decirles que todo irá bien, que no olvida, o que sí, según con quién. El poder comenzó a surtir efecto: ya creció unos centímetros de estatura. Se le ponía más cara de presidente a cada minuto que pasaba y él se comportaba con caballerosidad de estadista.

En la bancada de Unidos Podemos estaban encantados, casi más eufóricos que en el PSOE, y cantaban: “¡Sí se puede!”. Monedero alzaba el puño en la tribuna de invitados. Ada Colau aplaudía a rabiar. Sánchez se acercó a saludar a Iglesias, pero aquello se volvió también abrazo. Los de ERC se hacían fotos entre bromas en los primeros escaños. Los ministros que no son diputados y ya no iban a aparecer por allí se despedían de los bedeles. “Ministro, siempre a sus órdenes”, le decía una conserje a Juan Ignacio Zoido.

El hemiciclo se vació y solo quedaron los socialistas, como si se lo apropiaran de nuevo. Se hicieron una foto todos juntos en los escaños. Sánchez posaba sentado en la mesa de taquígrafos. “¡Presidente, mire aquí!”, ya estaba investido por los fotógrafos. A partir de hoy arranca su enésima transformación, en una biografía política que sería épica si él tuviera más gracia, y quizá ahora tenga más. Tras un largo funeral, aquello parecía una boda, un bautizo, un reencuentro de viejos amigos después de mucho tiempo. Habían asumido que hoy era un día para disfrutar, con más razón porque tal vez es el último.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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