Un verso suelto en caída libre
El vídeo captado en el supermercado degenera la trama del máster a un escándalo no político sino social, de tal forma que Cifuentes no ha podido contener el ridículo ni el escarnio
Cristina Cifuentes ha dimitido. Es lo que pretendía Mariano Rajoy como salvaguarda del Gobierno de Madrid, pero ni la presidenta ni el presidente hubieran sospechado un desenlace tan abrupto ni acaso grotesco.
El vídeo captado en el supermercado degenera la trama del máster a un escándalo no político sino social, de tal forma que Cifuentes, expuesta a las sombras de su pasado, no ha podido contener el ridículo ni el escarnio.
En realidad, Cifuentes (Madrid, 1964) venía descarriada de serie hasta el extremo de haber perfilado una idiosincrasia propia en el Partido Popular. Militaba en él desde los 16 años, pero la precocidad no ha implicado sustraerse a la incomodidad y la rebeldía, bien porque se declaraba agnóstica o discutía el énfasis democristiano del PP, bien porque se definía republicana o bien porque contradecía el dogmatismo antiabortista de sus compañeros. Tanto se definía ella como el nuevo PP, tanto el viejo conspiraba contra su insolencia y recreaba escenas de vudú.
Podían consentírsele sus opiniones porque Cifuentes, con dos coletas y verso libre, aportaba garantías electorales a la fortaleza de Madrid —accedió a la presidencia de la Comunidad en junio de 2015— pero el escándalo del máster fantasma le ha sorprendido sin apenas aliados en el erial de la casa madre. María Dolores de Cospedal, la secretaria general, es una excepción. Y un motivo de controversia para la propia “Cifu”, pues la división del PP en familias y clanes mal avenidos convierte a los protectores de unos en enemigos de los otros, mirando de reojo el camino que señala el líder supremo con su dedo de César pontevedrés: arriba o abajo.
Mariano Rajoy ha antepuesto el Gobierno de Madrid a la ambiciosa carrera de su presidenta. Supone la operación ceder, transigir a las presiones de Ciudadanos, pero Cifuentes no valía una misa ni un ejercicio extremo de solidaridad, menos aún cuando ella misma había colocado tan alto el umbral de la ejemplaridad: “Corrupción cero. Levantar alfombras. Regenerar la vida política caiga quien caiga”, proclamó en un discurso premonitorio. Y contradictorio con las imágenes del vídeo viral que la sorprende robando unos productos de belleza en un súper de Vallecas (2011).
Asumía Cifuentes los términos de su propia ejecución para regocijo de los camaradas que la consideraban insolidaria con el partido. No ya porque ella misma oponía el modelo de Madrid a la falta de transparencia de Génova, sino porque desafiaba el tabú marianista de las primarias. Que fueron su manera de llegar al cargo de presidenta del PP madrileño en 2017, el camino de asumir todo el poder y el modo de limpiar los vestigios del aguirrismo.
Se entiende así que se atribuyera a la batería del fuego amigo la filtración corrosiva del máster. Cifuentes tenía más enemigos dentro del PP que fuera.
Y de muy diferentes orígenes, pues la aversión cenital de Soraya Sáenz de Santamaría, munición en la pugna contra Cospedal, cohabitaba con los recelos de Esperanza y con la venganza que le habían prometido Ignacio González, predecesor en el puesto de Cifuentes, y Francisco Granados, consejero plenipotenciario en el apogeo nauseabundo de la Púnica.
Ha implicado Granados a Cifuentes en la trama de la corrupción con más palabras que pruebas. Y ha recordado en sede parlamentaria y judicial que la ya expresidenta de la Comunidad no podía ser ajena a las cañerías desde sus responsabilidades, implicaciones y antigüedad en el partido.
Cifuentes, licenciada en Derecho, madre de dos hijos, había sido once años diputada regional —1991-2012— y había desempeñado el cargo de secretaria de asuntos internos del PP, aunque la travesía del anonimato a la popularidad se lo proporcionaron sus años de carisma y beligerancia en el puesto de delegada del Gobierno y en la coyuntura de las grandes movilizaciones. Y no sólo por el hito callejero del 15M. También por la elocuencia del balance con que se resolvió la Marcha de la Dignidad de 2014: 20 detenidos, 100 heridos, 67 de ellos policías.
Trataron de caricaturizarla sus adversarios como la sheriff del Partido Popular a cuenta de sus veleidades policiales, pero es posible que su sentido castrense del orden —es hija de un general de artillería— contribuyera a perfilar la propia heterogeneidad del personaje. Cifuentes se multiplicaba en las tertulias. Se exponía a los medios. Convertía la oscuridad del puesto en un trampolín a la alta política, sobrepasando incluso el contratiempo de un gravísimo accidente de moto que pudo acabar con ella en 2013.
La redimieron su constancia, su perseverancia. Una mujer de instinto. Más superficial que profunda. Implacable, exigente. Y más mandona que autoritaria. Había encontrado en el presidencialismo el propio camino de ejercitación política, de forma que Madrid se le antojaba la meta volante a la Moncloa. Liberal y progre a la vez. Una candidata “moderna” cuya notoriedad en la vida pública no se explica sin las manos de arcilla de su Pigmalión, Marisa González. Había sido la aliada de Gallardón en la construcción de una reputación de político moderno, transversal. Y se apreciaba un trabajo similar en la fama mediática de Cifuentes, pero ni Marisa ni Cristina han sido capaces de gestionar la proyección incendiaria de una anécdota —el hurto del súper— ni el laberinto argumental del máster.
Los episodios no representan en sí mismos una catástrofe política, mucho menos en proporción a los escándalos de corrupción al uso en el partido, pero lo han terminado siendo el encubrimiento, la mentira y la intoxicación, de tal forma que el verso suelto ha sido víctima de la arrogancia, de la unanimidad de los medios, del calendario político, de un desenlace esperpéntico y de no haber construido un clan, una familia, que pudiera defenderla en el trance de la extremaunción.
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