Mambo para el hombre sin atributos
A Alfonso Dastis, ministro de Asuntos Exteriores, le ha estallado en las manos el problema catalán
Debió quedar escarmentado Mariano Rajoy de la convivencia con García Margallo. Un ministro de Exteriores dicharachero, ubicuo en los platós y egocéntrico cuya extraversión sobrepasaba los límites naturales de la diplomacia, más todavía cuando su origen barcelonés servía de pretexto para ocuparse sobremanera del debate catalán, como si fuera Cataluña la prioridad del ministerio antes incluso de haberse internacionalizado. Alfonso Dastis, jerezano de nacimiento, diplomático de carrera, es la contrafigura perfecta de Margallo. Un perfil burócrata y grisáceo. Una trayectoria mediática insustancial. Y una actividad política acaso abnegada pero intrascendente que parece haberse mimetizado con la invisibilidad de la política exterior española. Un año después de haber sido proclamado ministro —adquirió los galones en noviembre de 2016— la encuesta del CIS aseguraba, por si hubiera dudas, que el 66,6% de los españoles ignoraba su existencia. Y quizá sea mejor así, puesto que el sondeo del pasado marzo le otorga una nota muy deficiente (de 2,71) entre los españoles que aseguran conocerlo.
Fue Alfonso Dastis la mayor sorpresa del Gabinete de Rajoy. Ni figuraba en las quinielas, ni se conocía demasiado su ejecutoria política. Llevaba cinco años como representante permanente de España en la UE (2011-2016), de tal manera que tuvo que pluriemplearse en la emergencia del rescate y de la crisis económica. Mariano Rajoy agradeció su opacidad, su trabajo y su discreción. Y lo introdujo en el Consejo de Ministros, aunque sus colegas de Gobierno y de más abolengo pepero lo observaban como un cuerpo extraño.
Diplomático de carrera, representa la grisura de la diplomacia española, es la contrafigura de Margallo
¿Y quién era Alfonso Dastis? La precariedad de Wikipedia al respecto demostraba el pasmo y excitaba las pesquisas en las redacciones. Vino a saberse que nació en 1955. Que estudió en el CEU. Que ingresó en la carrera diplomática en 1983. Y que había desempeñado la embajada española en los Países Bajos (2004-2011) antes de recalar en Bruselas.
Dastis era el hombre sin atributos, a semejanza del personaje de Ulrich de la novela (homónima) de entreguerras de Robert Musil. Cualidades las tiene y se le suponen, pero no termina de demostrarlas. “El esfuerzo titánico del hombre que no hace nada”, escribe Musil. No porque estuviera pensando en Dastis con una centuria de antelación, pero sí porque su libro capital es ya una premonición de la gigantesca burocracia bruselense. Y del hábitat subjuntivo en que el sustituto de Margallo parecía haberse integrado hasta que lo llamaron a filas desde Madrid.
No le ha dado trabajo la agenda internacional porque España se recrea en la pasividad y en la irrelevancia (Siria, Rusia…), pero a Dastis se le ha echado encima la internacionalización del problema catalán. Tanto por la repercusión incendiaria del 1 de octubre, como por la fuga propagandística de los líderes soberanistas. Rovira y Anna Gabriel huyeron a Suiza. Clara Ponsatí lo hizo a Escocia. Y Puigdemont transitó de Bélgica a Alemania consciente de que su papel de fugitivo desbocado iba a enrarecer las relaciones de las cancillerías española y comunitarias.
Sus colegas de Gobierno y de más abolengo ‘pepero’ lo observaban al principio como un cuerpo extraño
Ha sucedido así con el Gobierno belga. Y volvió a ocurrir cuando la ministra de Justicia germana, Katarina Barley, consideró “completamente correcto” que los jueces de Schleswig-Holstein no observaran delito de rebelión en la estrategia del procés, relativizando por completo la enjundia de la euroorden con que el juez Pablo Llarena creía haberse asegurado el escarmiento de Puigdemont. Dastis reaccionó de su letargo y acaso pronunció las palabras más duras y extremas de su mandato: “Las declaraciones de la ministra Barley son desafortunadas”.
No constituyen una declaración de guerra, es verdad. Pero sí reflejaban la estupefacción del contratiempo germano. Y demostraban hasta qué extremo la diplomacia española —de Rajoy hacia abajo— había descuidado el trabajo de pedagogía y de sensibilidad que exigía el problema catalán, más todavía cuando el independentismo sí había logrado conmover a Europa inculcando los mensajes tergiversados, asegurándose la simpatía de la prensa, incluso utilizando los recursos de la Generalitat para divulgar en el exterior los grandes mitos victimistas.
No se le puede reprochar a Dastis la fragilidad o la precariedad de la campaña española porque lleva muy poco tiempo en el cargo, pero sí le ha correspondido bregar con el escenario diplomático más beligerante. Cataluña se ha convertido, ahora sí, en el mayor problema de nuestra política exterior. Y en una emergencia que aspira a suscitar la solidaridad de los socios comunitarios, tanto por la amenaza común del nacionalismo, como por la necesidad de revertir la imagen de un Estado policial y represivo que encarcela a los políticos por sus ideas.
Son expresiones que pueden leerse en el Times y en el Süddeutsche Zeitung. Y que reflejan la consolidación de un malentendido que atormenta la cotidianidad de Dastis en su ministerio de asuntos catalanes. Y quien dice Dastis dice Dustis, tal como llegó a llamarlo Pablo Iglesias en una encendida sesión parlamentaria. No lo hizo por gracia ni por maldad. El desliz reflejaba más bien la extrañeza que engendra el ministro más discreto y hasta más anónimo.
No tiene por qué existir relación alguna entre la imagen pública de un político y su eficacia. Pudiera suceder que Alfonso Dastis estuviera realizando un trabajo excelente, pero el ensimismamiento del ministro y del Ministerio ha conocido escasos momentos de vitalidad. Uno de ellos fue la visita de Rajoy a la Casa Blanca, como invitado de Donald Trump. Y otro no se ha concretado todavía pero estimula el imaginario de la reconquista: recuperar Gibraltar o aspirar a la cosoberanía, especialmente si las condiciones del Brexit perjudican el obsceno bienestar de los británicos gibraltareños. Era el gran sueño húmedo de Margallo. Conseguir que la bandera de España ondeara en la cima del Peñón. La cuestión ahora es que no deje de ondear en Cataluña. “Lo que ocurre”, escribe Musil, “es trivial al lado de lo que pudiera ocurrir”.
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