Alerta general contra la mentira
El viento sopla como de Trump, pero nos alcanzó hace rato
El viento sopla como de Trump, pero nos alcanzó hace rato. El lunes ya había muerto una persona a la que le dio un infarto mientras votaba en Lleida. No murió, hoy por fortuna seguía vivo. Había cerca de 800 heridos, caídos en el combate del domingo. No era así exactamente. La policía fue brutal, lo vio el mundo entero, pero esas no eran heridas de guerra ni requirieron las vendas que llevan consigo las heridas graves. El número ya impacta: 800. Con que hubiera habido ocho ya sería grave. Pero para que algo duela de verdad en el oído hay que mantenerlo numeroso, y dejarlo ahí: no se especifica si fue una herida en una ceja o en el omoplato, tiene que ser mucho y para siempre. En la turbamulta el número es lo que se oye: da igual que haya entrado y salido del hospital. La verdad repetida es que hay ochocientos, y parece que hay ochocientos en ochocientas camas.
La verdad como exageración, interesante manera de reflejar la realidad, aumentándola, prolongando sus efectos de multitud herida. Pero hay más. El cantante al que llamaron fascista se lo merecía “porque tiene intereses en Castilla, y un icono nuestro no puede permitirse tener intereses en Castilla ni decir que el referéndum no tiene garantías”. Esta exageración suena a eco agrandado: ahora en Cataluña “tenemos dos enemigos, el ISIS y el Estado Español”. Las redes ayudan, y con frecuencia te ofrecen perlas como esa que alude a un juez que trabajó contra Gürtel y murió “en extrañas circunstancias, a ver qué le pasó de verdad”. Murió de un cáncer, un año de padecimiento. Y no hizo nada con Gürtel.
No están todas las mentiras en Twitter, o en las restantes redes sociales; algunas se quedan en el nivel de la calle, de las habladurías, y corren como la espuma. Esvásticas acusadoras, Cara al Sol, himnos de una patria y de otra, verbos como armas, traidores de uno y de otro bando, “tengo miedo”, “son unos fachas”. Se juega con fuego, y el fuego está a la orden del día, basta con implorarlo. “Dame fuego”. “Toma este chisme”. Y ya se riega el suelo con los inventos que son invectivas como dardos. Cuidado, nos están dando metralla y creemos que son palabras. Estamos construyendo el odio entre nosotros. Es verbal, todavía.
La gente está dispuesta a creérselo todo y a pasarlo. Sucedió en los prolegómenos de la guerra civil, y lean para alimentar el susto el instructivo prólogo de El holocausto español, de Paul Preston. Pasa en todas las guerras y pasa también en las escaramuzas. En su ensayo sobre los peligros de la posverdad (Sobre la tiranía), Timothy Snyder aconseja desprenderse de las redes, ir a las fuentes, saber de veras qué pasa. Esta imagen saltó esta tarde a los móviles: alguien auxilia a un afectado por las avalanchas policiales en Barcelona; no se ve muy bien, pero la alerta dice: están maltratando a alguien que ayuda a otro que se está muriendo. No es así, lo que se ve no es eso. Pero es tan verdad ahora como que “Merkel llamó ayer por la tarde a Rajoy y le dijo que parara a la Guardia Civil, que esto es Europa”.
Fui a Barcelona. Después de la batalla escuché esas cosas, el Isis es igual a España, el cantante al que llamaron fascista se lo merece por estar cerca de Castilla, el infartado de Lérida se ha muerto, menos mal que Merkel le tiró de las orejas a Rajoy. En el otro lado de la trinchera, pues ya estamos con una trinchera en medio, se dicen otras mentiras, claro, pues ahora la guerra se hace de palabras, aparte de las escaramuzas graves del domingo. El presidente del Gobierno, por ejemplo, dijo que no había pasado nada, y usó la televisión en cadena para desmentir que lo que habíamos visto hubiera sucedido. Era mentira, pasó de todo. Si hasta en la aparición más solemne se desvía la vista de la realidad para que la gente se acueste con una mentira, ¿qué no harán los que hablan en las esquinas de las redes aventando lo que a base de ser mentira repetida “es verdad por mi madre bendita que yo lo vi”?
Una alerta general contra la mentira debería ser ahora de urgente necesidad. Para que no nos sepulte el deporte letal de la maledicencia.
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