Valencia, el espectador de la familia
Entre la defensa de lo propio y la influencia del catalanismo, la comunidad vecina contempla el ‘procés’ sin oportunidad para opinar
En todas las cenas familiares hay alguien que no abre la boca. Porque no le preguntan. O porque prefiere observar. Así se sienten muchos valencianos ante el procés. Sentados al sur de la mesa esperan expectantes lo que podría pasar. Responde esta familia con lazos lingüísticos y culturales a la definición de familia infeliz de Tolstoi. Cada una lo es a su manera. Y los hermanos no siempre se terminan de encontrar.
“Hay una cosa fatal para Valencia, en el sentido de que no tiene remedio, y es que tiene Cataluña al norte. Cualquier cambio de estatus político inevitablemente repercutirá en nosotros”. Lo dice el escritor y periodista Emili Piera. Fue uno de los autores de Nosaltres, ex valencians, un ensayo que jugaba con el título de la obra fundacional y casi mítica de Joan Fuster —Nosaltres, els valencians— para indagar en el misterio de la identidad de su tierra. Y para que los catalanes tomaran nota. “Hay algo que los catalanes entienden y no entienden: que nosotros tenemos nuestra propia dinámica, nuestro propio universo simbólico”. Y su propio ritmo en el reloj.
Sentado en una terraza en el centro de Valencia, Piera propone preguntar a los ciudadanos si se sienten españoles o valencianos. “La mayoría te dirá que las dos cosas”. Una reciente encuesta del Ayuntamiento confirma el experimento callejero que propone Piera. El 53,5% de los ciudadanos se sienten tan valencianos como españoles, frente al 16,2% que se ven más valencianos o únicamente de esa comunidad.
No haría falta preguntar por el idioma porque basta con escuchar, pero en esa misma encuesta siete de cada diez vecinos de la ciudad responden que hablan en castellano habitualmente. Suena en las calles, mezclado con el alemán y el inglés de los turistas. Está en los menús de los bares y en los carteles de las tiendas.
La mirada insular
Estar darrere sa roca. La expresión se utiliza en Mallorca para aquel que se agazapa tras una piedra aguardando a ver qué pasa. Es la versión balear de la expectación valenciana ante el procés.
Según Joan Font, portavoz de la Fundación Jaume III, aunque en la sociedad balear no existe el anhelo separatista de Cataluña, la situación podría variar si se llega a la independencia. “Somos muy de esperar y ver con quién nos aliamos”. Y, en la espera, Font —defensor desde la fundación de las particularidades lingüística insulares— se queja del “colonialismo cultural” y del discurso oficial. “No tanto porque la gente sea catalanista, sino porque el catalanismo se ha sabido mover muy bien a nivel cultural, a nivel mediático y académico. Se imponen a través de quintacolumnistas”.
En el otro lado, el de los defensores del catalanismo, está Obra Cultural Balear. “Y tanto que hemos sentido esa acusación de colonialismo”, dice su presidente, Jaume Mateu. “Pero las Islas Baleares han de ser catalanistas por cultura, por lengua. Los Països Catalans son una realidad histórica y de intereses económicos de cara al futuro”. Un futuro que Mateu ha sentido más cerca este año en la última manifestación de la Diada. “Dices: esta gente sabe lo que quiere, déjenles que decidan. Cuando una persona ve esto y lo vive en carne propia, lo entiende perfectamente”. Y sus palabras recuerdan al soneto de Lope de Vega: quien lo probó lo sabe.
Aquí todo es cuestión de palabras. Las mismas que en su día enfrentaron a los que defendían que el idioma debía llamarse valenciano —y no ser considerado como un dialecto— y los que propugnaban el modelo catalán. Y precisamente con más de 80.000 palabras, las del Diccionari General de la Llengua Valenciana, el movimiento autoctonista quiere defender la plenitud de su lengua. Su autor, el filólogo Voro López i Verdejo, se queja del colonialismo cultural. Denuncia la infiltración del catalanismo en la Universidad, las escuelas, las élites culturales. “Es una idea que tienen, es un proyecto político, un proyecto nacional. Lo han hecho a base de comprar voluntades. Las subvenciones millonarias son públicas. Pero el sentir mayoritario de los valencianos no está ahí”, sostiene.
Hablar de subvenciones de la Generalitat en Valencia es hablar de Eliseu Climent. Fundador de Acció Cultural del País Valencià, su nombre es sinónimo de catalanismo. “Recibía subvenciones”, dice recalcando el tiempo verbal. “Recibía hace muchos años. Hubo un momento en el que gracias a la ayuda catalana se pudo sobrevivir. Cuando aquí no tienes, vas a tus hermanos. Eso en la familia pasa”. No oculta su admiración por ese hermano que siente tan cercano. “Ay, ay, ay… si nosotros fuéramos como los catalanes’. Esa es la frase de Valencia”. Lo dice y se ríe con ganas en un despacho de Octubre Centro de Cultura Contemporánea, en el monumental edificio donde en su día estaban los almacenes El Siglo. Camina por el patio y señala con satisfacción el cubo acristalado donde una veintena de jóvenes estudia catalán. “Tenemos 400 plazas y todas ocupadas”.
El mapa del tiempo
Climent cuenta que él fue el ideólogo del mapa del tiempo de TV3, la televisión pública catalana, ese mapa que incluye la Comunidad Valenciana y Baleares y que en muchas casas se ve como un verdadero editorial. “Me costó mucho ponerlo. TV3 ha sido una televisión para mi gusto demasiado estrictamente catalana. A todo lo que llegaron fue al mapa del tiempo”. También fue Climent el protagonista de la guerra de los repetidores. Su activismo es incansable y muy criticado en su Valencia natal. “Me tratan muy bien allí. Y aquí hay gente que muy bien y otra muy mal”. Y desde su centro cultural, una especie de burbuja del catalanismo militante, reconoce que la idea de la independencia es muy residual en la comunidad. “Pero también era minoritaria en Cataluña hace 15 años y mira. Si el hermano mayor va hacia unas posiciones más enérgicas, Valencia se quitaría también ese complejo que tiene de país de segunda”, confía.
Donde Climent ve complejo de inferioridad, el editor de Pre-Textos Manuel Borrás habla de cierta templanza de los valencianos. “Somos más liberales que los catalanes”, afirma sin dejar de aclarar que no quiere que parezca prurito nacionalista. Un nacionalismo que no entiende ni por formación, ni por biografía, ni por su propio árbol genealógico. “Soy una parte catalán, una parte valenciano, una parte vasco. Soy el mestizo genuino. Y me duele Cataluña”, se para como el púgil que ha recibido un golpe y toma aire para respirar, “porque me importa Cataluña”.
Ese amor se hace corpóreo en buena parte de la biblioteca que arropa su despacho. Lo otro, el dolor, se le cuela en el tono de voz cuando habla de separatismo. “Creo que es peor para todos. Lo que me parece tremendo es esta apelación a los sentimientos constante. Porque eso es muy peligroso. Aquí estamos a la expectativa porque parece que todo se tenga que dirimir como un partido de ping pong entre Madrid y Barcelona. Ya está bien”.
Mientras, unos y otros miran al norte con cierta sensación de convidado de piedra. Y vuelven a leer a Joan Fuster, un pensador heterodoxo y poliédrico, como esta sociedad. Pero, puestos a elegir lectura, Manuel Borrás prefiere otra: “Lean ustedes la correspondencia entre Joan Maragall y Unamuno, para que vean lo que es convivir en equilibrio. Vivir unidos con lo que irremediablemente nos separa”. Aunque, como en todas las familias infelices, en eso está la dificultad.
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