Cuando Peter Pan alzó la estelada
La masiva Diada del cisma apela a una puesta en escena lúdica e infantilizada y encubre las fechorías parlamentarias
Revestía la mayúscula romería soberanista el aspecto de una fiesta infantil. Había más niños que adultos. Iban pintados con los colores de la estelada. Y llevaban algunos escrito el "sí" en la frente, como una alegoría del cerebro ya formateado en la hipnosis colectiva de la patria nueva.
E impresionaba la adhesión naïve de muchos manifestantes adultos en esta dramaturgia de primitivismo y regresión, sustraídos también ellos al simulacro de la pureza y de la ingenuidad, ignorando, claro, que hasta Arnaldo Otegi se ha traído a Barcelona su mejor pasamontañas, consciente de blanquear y diluir su fama de matón entre las camisetas fluorescentes que reivindicaban un eslogan aglutinador: "Sí. Referéndum es democracia".
Ha sido la novedad iconográfica de la Diada'17. No ya redundando en la idea del uniforme infantil y del mimetismo político-escénico, sino asimilándose colectivamente un ejercicio de manipulación. Primero porque un referéndum no puede considerarse democrático cuando se transgreden todas las garantías y convenciones. Y en segundo lugar porque el monosilábico "Sí" que destacaba en las chirriantes camisetas no aludía al derecho a decidir sino a la independencia.
Se antoja un perverso juego de matrioskas. Un "sí" -el cebo- que aloja otro "sí" -el objetivo- y que conduce a la prioridad indisimulada, indisimulable de la ruptura. Ha sido la Diada del cisma. No ya entre Cataluña y España, sino entre una Cataluña tan silenciosa como reacia a la independencia, y otra que coloniza las aceras para encubrir las fechorías cometidas en el Parlament.
La prueba está en que Puigdemont, Junqueras y los costaleros de la CUP se apresuraron a convertir el fervor de la "mani" en el argumento legitimador del fraude legislativo. Más gente había en las calles, más podía consolidarse la aspiración de la connivencia, no digamos cuando sobrevino entre clamores el trance eucarístico de las 17,14 o cuando decenas de miles de personas emocionaron y se emocionaron en la catarsis coral de Els Segadors.
Resultaba emocionante el episodio hasta para los unionistas más ortodoxos, prueba inequívoca del trabajo sentimental y emocional con que se ha inculcado la religión del independentismo. Una religión festiva en su apariencia y en la ejemplaridad ciudadana que predominó este 11 de septiembre, pero estremecedora en la discriminación que ejerce en las ideas y los votos ajenos.
Costaba trabajo asimilar la contradicción entre la forma y el fondo. El énfasis lúdico de la Diada, la comunión generacional, la vitalidad que proporcionaban tantísimos niños, la percusión de las tamborradas, la peregrinación entusiasta a la tierra prometida, disimulaban el trauma de la desconexión y de la ruptura, edulcoraban la perversión misma del nacionalismo.
Ya no existe la senyera. Ha desaparecido la bandera oficial de Cataluña -una de ellas- como un fetiche de anticuario. Tanto predominan las esteladas como se generaliza la solución de colocársela a la espalda, a semejanza de una capa de superpoderes que parecía hacer levitar a los manifestantes y que los retrotraía a la persecución de un sueño infantil.
Y no es cosa de niños la política, pero se ha recurrido a ellos -los padres, los abuelos, los monitores- para incorporar a la sedición una garantía hereditaria y para trasladar una imagen embarazosa de virginidad. Sobrevienen así el éxtasis identitario en su acepción inmaculada y la inmadurez de una sociedad que se encomienda al síndrome de Peter Pan -no había manifestantes, sino boy scouts del soberanismo para eludir el papel indecoroso e inevitable del cómplice.
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