No somos una ensalada de números
Sentimos que escapamos a las estadísticas que hoy lo miden todo. Desconfiamos si nos quitan la razón. Pero las cifras retratan la complejidad
Se publican estadísticas de todo. Hay encuestas oficiales para medir el desempleo, las rentas o la pobreza. Hay organizaciones poniendo números a la corrupción y los millennials . En España, los sondeos del CIS preguntan miles de cosas: cómo votamos, qué haremos en vacaciones, qué esperamos del futuro, cuál es nuestro equipo favorito, si nos gusta ser europeos. Así descubrimos cosas muy importantes —por ejemplo, que los jóvenes han abierto con su voto una brecha generacional— y otras no tanto: son más delgados y comen menos fruta.
Bastan unos minutos para averiguar cuántos jóvenes leen cada semana (50%), cuántos españoles nunca viajan al extranjero (30%) o cuál es el salario más frecuente (16.000 euros). Sabemos qué televisión prefieren los votantes de Podemos (La Sexta) y los del PP (La 1). Es posible saber qué piensan los europeos de la globalización (más bien a favor), y si los jóvenes tienen menos ética del trabajo que sus padres (parece que no). Los datos surgen donde menos lo esperas: Seth Stephens-Davidowitz ha analizado las búsquedas de pornografía en Google para estimar que el 5% de los norteamericanos son gais.
¿Pero qué representan todos estos números? Las personas tendemos a desconfiar de las estadísticas —sobre todo si nos quitan la razón—, y en general nos incomodan por distintas razones. Estas son algunas.
No queremos vernos reflejados. Si tenemos 34 años, nos parece razonable leer que los mayores son conservadores. Pero si somos nosotros los mayores sentiremos que esa frase es una simplificación grosera. Pasa como con los vídeos de Pantomima Full, unos sketches de un minuto que describen personas arquetípicas: el emprendedor, el epic runner, el vinitos, el fan de Mercadona, el proyectos, etcétera. Ves los vídeos y te partes de risa reconociendo a tus amigos. Pero la risa se te corta cuando en un sketch sales tú. Nadie quiere ser un arquetipo. Si le preguntas a los adolescentes a quién quieren parecerse de mayores, la respuesta que más repiten es que a sí mismos.
Rechazamos las estadísticas borrosas para caer en la rotundidad de los prejuicios y las percepciones personales
Todos sentimos que escapamos a las estadísticas. Y tenemos razón: nadie satisface todos los clichés que le tocan. Si eres joven es más probable que votes a Podemos; y si eres autónomo, al Partido Popular. ¿Pero y si eres un joven autónomo? No puedes cumplir los dos tópicos. Imaginad una habitación con globos de distintos colores, formas y tamaños al azar: el 70% son rojos, el 70% ovalados y el 70% pequeños. Podemos decir sin mentir que la mayoría son rojos, que la mayoría son ovalados y que la mayoría son pequeños. Pero solo un tercio serán las tres cosas.
Desconfiamos de las cifras porque nos gustaría que fuesen más rotundas de lo que son. Por eso nos gustan los perfiles, aunque son engañosos: escuchamos que “el votante típico de Unidos Podemos es un hombre, menor de 45 años y a la izquierda del PSOE”, pese a que esa caracterización solo representa al 22% de los votantes del partido. Pasa como con los globos. Se nos olvida que la realidad tiene muchas dimensiones: una persona es mujer, joven, no universitaria, feminista, aficionada al fútbol, tiene hijos, está desempleada, no conduce y nació en Badajoz. Cualquier estadística ofrece solo un ángulo de muchos posibles. Por eso es tan complicado capturar la realidad con cifras: no es culpa de las matemáticas, sino una exigencia de la complejidad del mundo real.
Surge así una paradoja. Las personas sentimos que ninguna estadística captura toda la realidad (y mucho menos la nuestra). Y, sin embargo, nuestra alternativa no es abrazar la duda y la complejidad, sino lo contrario: rechazamos las estadísticas borrosas para caer en la rotundidad de los prejuicios y las percepciones personales.
La rotundidad está en nuestra naturaleza. Nuestro cerebro es un dispositivo que emite juicios firmes sin parar. Encuentra patrones donde no los hay, generaliza y estereotipa. Juzgamos el carácter de todo un país tomando como prueba tres personas que conocimos de Erasmus. En todas partes vemos relaciones causales. Odiamos la incertidumbre y sufrimos de exceso de confianza —el 93% de los norteamericanos cree que conduce mejor que la mayoría—. El psicólogo Amos Tversky, pionero en el estudio de todo esto, lo resumió así: “La gente predice muy poco y lo explica todo”.
Ni siquiera somos conscientes de todos nuestros errores. Las personas sufrimos otro sesgo cognitivo, el prejuicio “lo supe siempre”, que hace que alteremos nuestros recuerdos para pensar que siempre supimos lo que iba a ocurrir (aunque no sea verdad). Lo habréis detectado mil veces en otra gente: esos que vieron venir la crisis, el Brexit y la victoria de Trump.
Odiamos la incertidumbre y sufrimos de exceso de confianza: el 93% cree que conduce mejor que la mayoría
Esta rotundidad que llevamos incorporada es, creo, otra razón por la que despreciamos las estadísticas. ¡No sentimos que hagan ninguna falta! Todas esas cifras responden preguntas que no teníamos. Todo el mundo cree que sabe cómo son los votantes o qué piensan las personas sobre el aborto. La complejidad solo parece evidente cuando la protagonizamos. Con los demás, y en general, sentimos que todo es sencillo. Pero no es verdad: “Si la gente no cree que las matemáticas sean simples, es solo porque no se dan cuenta de lo complicada que es la vida”, dijo John von Neumann.
Reducirnos a cifras tiene una virtud: las estadísticas sirven para hacer evidente la complejidad. Son útiles por sus respuestas —generan mejores políticas y son fundamentales para todas las ciencias—, pero sirven, también y sobre todo, como lastre para nuestros prejuicios. La gente es menos rotunda cuando tiene que sostener con cifras y hechos aquello que dice; aunque por dentro lo crea muy fuerte.
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