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¿Política sin partidos?

Los cambios sociales que vivimos son de una profundidad extraordinaria, por eso, las nuevas ofertas políticas rechazan la palabra partido en su estrategia de marca

Antoni Gutiérrez-Rubí
Concentración en la Puerta del Sol con motivo del primer aniversario del 15M.
Concentración en la Puerta del Sol con motivo del primer aniversario del 15M.LUIS SEVILLANO

A finales del 2012, un notable grupo de intelectuales escribieron un importante manifiesto: Por Una Democracia Global. Entre los que lo redactaron y lo subscribieron encontramos indiscutibles líderes del pensamiento como Zygmunt Bauman y Ulrich Beck, hoy ya fallecidos. "Vivimos una era de profundas transformaciones tecnológicas y económicas a las que no ha correspondido una similar evolución de las instituciones públicas responsables de su regulación. La economía se ha globalizado, pero las instituciones políticas y la democracia, no. Con sus muchas peculiaridades, diferencias y limitaciones, las protestas que hoy se extienden por el planeta evidencian un creciente malestar con el sistema de toma de decisiones, las formas de representación existentes y su escasa capacidad para proteger los bienes comunes del sistema político, y expresan una exigencia de más y mejor democracia".

El Manifiesto, escrito en el contexto inmediatamente posterior al 15M, y las manifestaciones globales de aquel momento, advertía —muy seriamente— de que "este cambio institucional no podrá ser exitoso si es fruto de las acciones de una élite autoelegida. Por el contrario, la democratización del orden mundial debe surgir de un proceso sociopolítico abierto a todos los seres humanos, cuyo objetivo es la institucionalización participativa de una democracia global". Los autores ponían el dedo en la llaga.

Los partidos, como instrumento central y decisivo, deberían resolver ciertos déficits con urgencia para recuperar responsabilidad y capacidad como gestores del bien común

El escritor Roberto Saviano, quien también firmó el Manifiesto, destacaba en esa época, en una entrevista en el semanario L'Espresso, que la palabra partido era una palabra perdedora, hasta el punto de que ningún grupo político puede pensar que, con dicho término —entendido como marca —, consiga hoy hablar a las personas y movilizarlas. En los años posteriores hemos visto la irrupción de nuevas ofertas políticas que rechazan la palabra en su estrategia de marca como Podemos (España), Cambiemos (Argentina), Movimento 5 Stelle (Italia) y la exitosa En Marche! francesa, entre otras.

Por las mismas fechas, y en plena reconfiguración del espacio político italiano, Alessandro Lanni, en su incisivo libro Avanti popoli! Piazze, tv, web: dove va l'Italia senza partiti, iba mucho más lejos de la reflexión sobre las operaciones de marketing electoral y hablaba del problema de los partidos italianos, que habían perdido su centralidad y ya no tenían ese rol de relación filtrada (representativa) entre sociedad civil y sociedad política, de catalizadores de intereses e ideas. Ya solo estarían —en su deriva más claustrofóbica— ejerciendo como defensores de sus audiencias, de sí mismos y de su estatus y poder.

Este proceso de desintermediación política (que también sucede, por ejemplo, en el espacio de los medios de comunicación) abre muchos interrogantes, y no pocas dudas, sobre la contribución del formato partido a la respuesta democrática de los retos a los que nos enfrentamos. Cinco son, en mi opinión, los déficits que deberían resolver los partidos —urgentemente— para que, siendo un instrumento central, muy mejorable pero decisivo, recuperen responsabilidad y capacidad para gestionar el bien común. Algunos de estos partidos están cambiando el nombre y las prácticas, pero no será suficiente.

1. La capacidad de comprender. No se representa, ni se sirve bien, a la sociedad que no se entiende. Los cambios sociales que vivimos son de una profundidad extraordinaria. Modifican las reglas de la construcción del poder que ya no están garantizadas solo por la jerarquía, el tamaño o la posición de personas y organizaciones, sino por la autoridad que se obtiene de ideas, contenidos y relaciones. Estas mutaciones sociales abren nuevas miradas complejas que no se pueden despachar con apriorismos ideológicos, lugares comunes y clichés. Una muestra de este primer déficit es, en el caso de que existan, la debilidad de la mayoría de los think tanks de los partidos.

2. La capacidad de seleccionar. Los partidos están fracasando, mayoritariamente, en su proceso de identificación, captación y selección de capital humano para la gestión de lo público. Algunas de sus prácticas internas, sometidas a un clima de disciplina y lealtades acríticas, acaban expulsando talento interior y no invitan al talento exterior. Muchas personas sienten que su compromiso político se canaliza mejor por causas y no por casas políticas. Hasta que no haya una revisión, muy a fondo, de la mejora de la capacidad de selección de energías y talentos, los partidos perderán, cada vez más, su capacidad de convocatoria. Vacíos y empobrecidos, son vulnerables a la demagogia, el clientelismo y el caudillismo.

3. La capacidad de representar. Los electos y representantes democráticos de los partidos tienen seriamente limitada su capacidad de conexión con la sociedad que les mandata. La escasez de medios materiales y humanos (sí, hay que denunciar la precariedad técnica de los equipos de nuestros representantes) deja a los electos con muy poca capacidad de vinculación con sus territorios, sectores y grupos de interés. Los sistemas electorales contribuyen también a un déficit de capilaridad, debilitando la rendición de cuentas con el electorado y deteriorando sus vínculos de confianza. Parlamentarios sin equipo y sin medios son el escenario perfecto para los que desean una representación pobre, insuficiente o limitada.

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4. La capacidad de regular. Nuestros parlamentos, y nuestros grupos parlamentarios, muestran signos alarmantes de desconexión con los problemas, en especial con los nuevos problemas, y sus causas. La ausencia de debates, de fondo, deja a los hemiciclos como cajas de resonancia de la comunicación política, de agitprop o de rodillo aritmético, y no como impulsores del diálogo sobre qué tipo de regulación, cuánta y cómo debe ser aquella que garantice —siempre— la prevalencia del interés general en las sociedades abiertas y complejas. Solo un ejemplo, en España, los debates sobre la inteligencia artificial o sobre la cuarta revolución industrial, con todas sus trascendentales consecuencias económicas y sociales, no pasa de algunas referencias en preguntas o comparecencias, pero no estamos abordando, a fondo, problemas complejos. Los parlamentos, así, (y con ellos los parlamentarios y sus partidos) quedan expuestos a la evidencia de que su tarea puede ser secundaria, pareciendo irrelevante y percibiéndose como prescindible.

5. Finalmente, la capacidad de gobernar. La gravedad de los retos obliga a mecanismos mucho más híbridos entre Administraciones, con una fuerte incorporación de la capacidad empresarial y emprendedora en la tarea de gobernar el bien común. Estamos hablando de cómo las políticas del comportamiento, por ejemplo, pueden ser tan o más determinantes para corregir, cambiar o ampliar comportamientos colectivos. De esto, ni sabemos, ni hablamos, ni nos preguntamos. Además, las competencias y los recursos de las Administraciones, siendo importantes, no alcanzan —en algunos casos ni rozan— la capacidad de transformación. En estas situaciones, administrar lo posible es la solución pragmática que impide, de facto, hacer factible lo necesario.

No, la política sin partidos no es mejor, aunque en algunos casos y fases —por ejemplo, en la fase electoral— sea mucho más atractiva. La política sin partidos es más débil y vulnerable. Seguro que los que prefieren menos política apuestan por partidos de juguete, minusvalorados y fuertemente cuestionados socialmente. Pero la democracia necesita mejores instrumentos, no menos. Esa debería ser la prioridad.

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