“Sería estúpido negar que Cataluña se siente una nación”
El rector de la Central European University afirma que habría que ganar la confianza de los moderados
Si uno estudia el nacionalismo durante gran parte de su vida profesional, denuncia sus excesos, se esfuerza por entenderlo y hasta colabora en encauzar políticamente el conflicto en su propio país, acumula un puñado de conclusiones que —salvando la distancia— son útiles en cualquier entorno.
Michael Ignatieff (Toronto, 1947), autor de Sangre y pertenencia, en conversación telefónica con EL PAÍS no ve ningún problema en lanzar gestos emocionales si no comprometen lo esencial. “Se puede hacer gestos a las aspiraciones nacionalistas, siempre que quede claro que España debe retener su unidad soberana y territorial y su capacidad de representar a todos los ciudadanos españoles en los foros internacionales”, defiende Ignatieff. “¿Se sienten los catalanes una nación? Por supuesto. Sería estúpido, o al menos mal aconsejado, negar esa evidencia. Los sentimientos nacionales de las personas son una realidad, y es absurdo negarlos”, dice.
Para contrarrestar esa realidad cuando amenaza desbordarse, la estrategia propuesta por el autor canadiense cobra todo sentido. “El objetivo es conquistar y retener la lealtad de ese sector moderado de la población que se siente orgulloso de su identidad, de su lengua, y que se siente distinto del resto de españoles, pero aun así quiere permanecer en España. Y creo que hay una proporción significativa de catalanes que se ajustan a esa definición. Es muy importante que, desde el centro, desde Madrid, se reconozca a estas personas y se tienda puentes con ellos. La experiencia canadiense demuestra que así contrarrestas el atractivo del lenguaje secesionista más extremo”, sugiere el autor.
El auge de la soberanía
Ignatieff no resta ni un ápice de valor a la idea de soberanía, ni la considera un concepto a superar. Al contrario, la integración europea o la globalización han hecho que la soberanía regrese en el siglo XXI “con afán de venganza”, recalca. “Y a nadie le interesa provocar un Catalexit”, ironiza el autor, parafraseando el término acuñado para la salida del Reino Unido de la UE, “al despreciar las preocupaciones de las personas en torno a la soberanía”.
La solución pasa por compartirla, y retener lo esencial. “Lo que se necesita es una Europa lo suficientemente flexible como para permitir a los catalanes, como a los valones, a los italianos del norte o a los bávaros, concertarse internacionalmente para impulsar su industria y su cultura por toda Europa. No interesa monopolizar eso desde Madrid, porque eso resulta estúpido”.
Solo hay un límite: “Todo esto no debe comprometer nunca el control último de la soberanía por parte de un Gobierno democráticamente elegido que represente a todos los españoles en todos aquellos asuntos en los que siguen considerando que deben ser soberanos”.
Y unas últimas conclusiones de obligado realismo: “Madrid y Barcelona deben dejar de pensar en todo esto como una discusión de suma cero, en la que si yo gano, tú pierdes. Y en segundo lugar, no va a desaparecer nunca. Estas tensiones forman parte de la realidad de la España moderna. Supérenlo y punto”, aconseja.
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