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Un anticristo en la boda de Rajoy

Pedro Sánchez, relegado a la cuarta fila de su bancada, acapara la expectación de una jornada que los populares vivieron con euforia

Los diputados socialistas Eduardo Madina y Pédro Sánchez.
Los diputados socialistas Eduardo Madina y Pédro Sánchez. U. Martín
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No quiso exagerar Pedro Sánchez sus facultades de anticristo. Es verdad que anunció por Twitter su llegada al Congreso, relamiéndose en el dogma del no, pero decidió valerse del recurso del garaje para evitar la notoriedad que correspondía al novio en la ceremonia del 26-O. Y el novio era Rajoy, despechado de la frustración que supuso el gatillazo de la primera investidura, pero reconfortado en la segunda intentona por sus compañeros de Gobierno y de bancada, que lo esperaban a los pies del Congreso como se espera al prometido en la escalera de la Iglesia. Vestidos de domingo, porque los diputados populares siempre visten de domingo. Y eufóricos. Había incluso quien se fumaba un puro preventivo a la gloria del marianismo. O quien lo hacía simbólicamente, como si el ramo de flores de la novia le hubiera caído en las manos. María Dolores de Cospedal, por ejemplo, caminaba ya como si fuera ministra. Llegaba a pavonearse en la expectativa de la redención política. Todo lo contrario de cuanto les sucedía a los ministros que ya no parecen ministros. Fernández Díaz y García-Margallo tenían aspecto de cadáveres exquisitos, aunque es cierto que las metáforas funerarias, tan apropiadas en las vísperas de Halloween o de los Difuntos, encajan mejor en el velatorio del grupo parlamentario socialista.

Se convocó a las cuatro de la tarde a puerta cerrada con la pretensión de unificar una postura. Y no compareció Javier Fernández. Lo hizo Mario Jiménez, portavoz de la gestora y burócrata de la gestoría, aunque su verdadera proeza consistía en someter a las señorías a una sesión de hipnosis: cuando cuente tres os abstendréis. Lástima que Sánchez malograra la iniciativa con su aparición semiclandestina en el Congreso. Semiclandestina quiere decir que distrajo a los periodistas deslizándose por el garaje, pero no pudo evitarlos cuando le correspondió acceder al hemiciclo. Se produjo tal enjambre de cámaras y de micrófonos que el ego de Pablo Iglesias tuvo que resignarse al ingrato papel de subalterno. Era el día de Rajoy en la luz. Y era el día de Sánchez, en la sombra, aunque el líder de Podemos espera resarcirse el sábado a hombros de la “improvisada” y “espontánea” manifestación que ha incitado él mismo como respuesta al “golpe de Estado” urdido por la casta y por el IBEX.

Había ayer en los aledaños del Congreso más curiosos que manifestantes. Turistas desorientados. Vecinos. Y unos cuantos sujetos que izaban con disciplina de legionario la pancarta del no, aunque no terminaban de precisar las razones del monosílabo. Tanto podía interpretarse un no a Rajoy como podía deducirse un no en general, embrión de un partido nihilista que añadiría pintoresquismo a un Parlamento desentrenado cuya verdadera legislatura empieza el lunes. Se explica así que unas y otras señorías compartieran cierto alborozo con la investidura de Rajoy. No porque le tengan particular afecto, sino porque el bautismo del presidente del Gobierno garantiza a los 350 diputados —también a Rajoy— una continuidad laboral.

Sánchez pertenece al colectivo, pero no está claro si con su perseverancia en el no llegará al extremo de hacerse insumiso, de forzar su expulsión o de entregar el acta de diputado en un gesto de coherencia que aspiraría a excitar el fervor de la militancia en el cálculo de un regreso mesiánico. Y no quiso desvelar la incógnita, pero debió resultarle traumática la experiencia de alojarse en la cuarta fila de la bancada socialista, rodeado por los mismos diputados que lo aclamaron en pie hace apenas un mes cuando no quería decir no.

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