El señor conductor no se ríe, no se ríe, no se ríe...
Usaba este miércoles un alto cargo del Gobierno una metáfora para definir el momento actual. “Es como si fuéramos en el mismo autobús el PP y el PSOE, ya en la autopista y con una dirección clara, pero con un grupo de socialistas tirando por la ventanilla piedras y chinchetas”.
Los pasajeros del autobús, por seguir con la metáfora, eran los asistentes a la recepción que hubo este miércoles en el Palacio Real. Ministros, secretarios de Estado y el mismo Mariano Rajoy mostraban su confianza en el buen hacer y la capacidad conciliadora del conductor de la gestora del PSOE, Javier Fernández. Era el hombre del momento, y todos aquellos que cuentan algo en la resolución de un drama que ha durado ya 10 meses, habían hablado ya con él o tenían una conversación pendiente, preguntaban por dónde andaba.
A diferencia del resto, que parecían haberse quitado un peso de encima y repartían sonrisas de corrillo en corrillo, el presidente asturiano no se reía. Como mucho, esbozaba una sonrisa de compromiso para esquivar las preguntas sobre el futuro inmediato con las que se le bombardeaba.
Daba la sensación Fernández, no de estar al volante, sino de llevar el autobús sobre sus hombros. Y en contraste con el optimismo prudente que le rodeaba, no podía evitar la sensación de que una nube gris sobre su cabeza le seguía por el salón allá donde se movía. Lleva ya una semana de road tour, de las televisiones a las radios, a los diarios y vuelta a empezar. Y no deja de recibir elogios por su prudencia, su sensatez y su tono. Lo reconocía con cierta resignación. Intuye que le comprenden más fuera de casa que dentro. Lo que le preocupa realmente, lo que le tiene en vilo, son los militantes de su partido. A ellos va destinada toda su pedagogía sobre la abstención —“una decisión táctica, no ideológica”—, y sabe que los días se agotan rápido hasta que llegue el momento de que el comité federal adopte una decisión. A unos metros de Fernández, la presidenta de la Junta de Andalucía, Susana Díaz, transmitía calma. Hablaba de la “serenidad” conseguida en las filas socialistas gracias a la labor de su compañero asturiano. Como si se tratara de un hecho ya comprobado, aseguraba que cuando el PSOE emita finalmente su veredicto, no reflejará una división sino “una mayoría sólida”.
En el otro extremo del salón, el alcalde de Valladolid, Oscar Puente, uno de los rostros más notables al frente de los defensores de Pedro Sánchez, describía otra realidad. Una en la que, según él, son mayoría los militantes socialistas descontentos con el rumbo de las cosas.
A la espera de un desenlace en el que todos confían, aunque nadie ponga la mano en el fuego, los invitados se entretenían en especular cómo se escenificaría la investidura (no le gustó a Fernández la idea que circulaba sobre una abstención limitada a unos pocos diputados socialistas; no responde, decía, a la cultura del PSOE, algo más seria que eso), o en hacer cálculos con las fechas posibles para el debate en el Congreso. Coincidencia generalizada en que no debía repetirse el esquema de otras investiduras, en las que el candidato se reservó para su discurso la tarde anterior. Ya está todo dicho, no hay tiempo que perder y 10 meses de parálisis son suficientes. El único que quitaba importancia a las cábalas sobre el calendario era Rajoy, consciente de que en los próximos días solo hay una fecha que importa: el 23 de octubre, comité federal del PSOE.
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