Operación Triunfo
Pactos, contrapactos, seducciones, insultos: el factor humano parece pesar más que los programas
Doctores tendrá la Iglesia que, sin duda, sabrán explicarlo pero yo, ignaro irremisible, extranjero de mí, no consigo entenderlo: la democracia española me confunde. Como un espectador ávido, levemente azorado, asisto estas últimas semanas al baile de posibilidades: que si la derecha se va a aliar con el centro derecha y el centro izquierda —para seguir usando las coordenadas, cada vez más cuestionadas, de la revolución francesa—, que si el centro izquierda lo hará con la izquierda y el centro derecha, que si la derecha con el centro derecha, que si la izquierda con el centro izquierda y un primo de provincias. Y me sorprende que, cual generoso hipermercado, el sistema ofrezca tal variedad de opciones.
Lo sabemos: la democracia de delegación suele ser un cheque en blanco. Millones de ciudadanos escuchan algo de lo que un candidato dice que va a hacer si lo escogen, tamizan esas promesas con su lógica desazón y su sensata desconfianza y sus viejos afectos y la historia del partido del candidato y su sonrisa sin tacha y, al fin, votan. Entonces el candidato de marras, si resulta elegido, hace lo que se le canta o lo que puede o lo que piensa realmente —y la caución democrática consiste en que esos pobres millones pueden, unos años después, cuando el mal ya está perfectamente hecho, no volver a elegirlo—. La entrega del cheque en blanco tiene sus matices: funciona sin más en los países presidencialistas donde los millones eligen a quien va a comandarlos. Pero, en regímenes parlamentarios tal que el español, el ignaro bisoño —que suscribe— puede percibirlo como un cheque en blanco entregado con los ojos cerrados a quién sabe quién.
Se puede argumentar que el mecanismo tenía más sentido cuando los partidos sí tenían proyectos y creían en esos proyectos. Que, entonces, votar socialista y votar conservador era tan diferente, neoliberal y populista tan distinto. Ahora, dada la confusión, parece que los votos de quienes votan —digamos— liberal-modernito lo mismo pueden usarse para poner de presidente a un socialdemócrata que a un conservador. Digo, si yo voté —algún dios no lo permita— a Albert Rivera, ¿le estaría diciendo que me da igual que se alíe con quien quiera? ¿Me conformaría que mi voto pudiera servir para hacer gobernar a Rajoy o bien a Sánchez? ¿O si voté —otro dios tampoco— a Sánchez, me gustaría que mi voto sirviera para apoyar un Gobierno, supongamos, del PP? ¿No fomenta tanto vaivén la peligrosa sospecha de que el voto no vale demasiado?
Eso no significa que el vodevil actual no tenga sus ventajas: cada tarde produce, como los buenos culebrones, un giro nuevo que, por unas horas, retiene la atención, produce escalofríos o sonrisas, cabreos o entusiasmos, mola. Pactos, contrapactos, seducciones, insultos: el factor humano parece pesar más que los programas. El mecanismo es amable con periodistas, tertulianos varios y patrones de bar —si es que los parroquianos realmente gastan cañas discutiendo estas cosas—. El espectáculo, hay que decirlo, es casi un éxito: como todo gran show, te mantiene entretenido. Lo cual no termina de parecerme suficiente. A menos que, claro, esa sea la función de nuestras democracias.
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