El show de Rita Barberá
La exalcaldesa del PP nos obliga a creer que era ajena a la ubicua y estructural corrupción valenciana de su partido
Rita Barberá nos está exponiendo a un ejercicio de ingenuidad y de credulidad. Tan exigente que su extrañeza a la corrupción la convierte en un epígono trasnochado del "Show de Truman". Vivía ella en una fábula construida por los demás. Y le llamaban "La jefa" no por reconocimiento jerárquico, sino como un mote cariñoso gracias al cual sus adláteres lograban secuestrarla en una realidad paralela.
Pensábamos que el mito de la mujer florero se había canonizado con el Jaguar de Ana Mato y con las clases de samba de la infanta Cristina, pero les ha superado a ambas la candidez de Rita Barberá . Que no gobernaba en un despacho. Lo hacía, según parece, en una cámara hiperbárica cuyas propiedades catárticas le permitían conservarse inmaculada entre tantos maleantes.
Rita Barberá permanece aislada, encapsulada, sacralizada, mientras están en prisión o imputados todos sus allegados políticos y en todos los ámbitos. Habla el PP de casos individuales. Y tiene razón el PP, porque los han ido imputando de uno en uno, ordenadamente, verbigracia, todos los concejales del Ayuntamiento de Valencia. O nueve de diez, para ser exactos.
Y en rigor no procede hablar de imputación. Debe decirse que están investigados. La superstición del PP no es jurídica, sino semántica. Se ha cambiado la terminología procesual en sentido eufemístico para aludir los mismos hechos presuntamente delictivos. O no tan presuntamente, porque Fabra, ex presidente de la diputación de Castellón, ha sido condenado, del mismo modo que Rus, ex presidente de la diputación de Valencia, ocultaba en el coche más dinero que Jesús Gil debajo del colchón.
Rita Barberá es Truman en su pureza. Lo demuestran incluso los pormenores del caso Urdangarin. El juez Castro quiso imputarla porque atribuía a la Administración levantina haber "regalado" 3,5 millones de euros del erario público a las sociedades superyerno, pero no es ella quien expía la responsabilidad. Lo hace su número dos, Alfonso Grau, exagerando hasta la parodia la inocuidad o la ceguera de "La jefa" y abochornando la solidaridad de la jerarquía en la calle Génova de Madrid.
Ya lo dijo María Dolores de Cospedal, antes de que Rajoy decidiera convertirla en florero a ella también, que Rita es el icono, el símbolo del PP. "Nos gusta lo que haces, cómo lo haces y todo lo que haces", proclamó la secretaria general del partido, amañando un exorcismo voluntarioso frente al hedor de la corrupción ubicua.
Y adquiere entonces el Senado toda esa plenitud funcional que tantas veces le reprochamos. El Senado sirve, por ejemplo, para crionizar a Rita Barberá. Sirve para embalsamarla en vida. Para aforarla como una especie protegida. Porque el PP de Rajoy no se puede permitir que arda también la falla indultada, después de haber ardido todos los ninots, en un caso aislado de pira multitudinaria.
¿Cómo era posible que la corrupción le rodeara sin que ella se percatara? La responsabilidad in vigilando de una institución pública convierte en insostenible que Barberá no haya renunciado a todas sus responsabilidades, aunque los informes policiales y las pesquisas judiciales sobrentienden que la ex alcaldesa no era precisamente un florero. Y sí era probablemente una planta carnívora, esa X mayúscula -las aspas de San Andrés en su martirio- que concentra el misterio de cualquier trama española y berlanguiana digna de reconocerse como genuina.
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