El sosiego de las alcachofas
A los micrófonos se los llama alcachofas y a veces se les cruzan los cables
A los micrófonos se los llama alcachofas e, igual que las alcachofas a veces resultan traviesas, a los micrófonos se les cruzan los cables. A Albert Rivera se le cruzó su alcachofa en la noche electoral, así que la SER, que tuvo en directo a cuatro de los líderes que competían (en EL PAÍS TV también se pudo ver), le tuvo que proveer de un micrófono nuevo. Como éste no funcionó tampoco, Pablo Iglesias le prestó el suyo al líder de Ciudadanos, y después se estuvieron intercambiando micrófonos entre ellos como prestidigitadores. Alberto Garzón, el esforzado candidato de Izquierda Unida, no se quejó de su alcachofa, y el socialista Pedro Sánchez declaró por señas que la que le había correspondido, iba estupendamente. Pepa Bueno, la conductora, asistía divertida al intercambio, pero en un momento determinado se la vio haciendo malabares con dos micrófonos que no eran suyos.
Mientras ocurrió ese juego digno del camarote de los hermanos Marx los cuatro aspirantes a gobernar el Reino de España siguieron explicando con sosiego el futuro de sus aspiraciones. Cuando Rivera dijo que él se iba a olvidar de su partido porque el asunto ahora era España, los demás asintieron, todos poseídos por el amable juego de los asentimientos. Parecían asentir tanto que en algún momento podía parecer que eran cuatro actores que impostaban en un escenario oscurecido los caracteres de cuatro personas que se les parecían. Al menos dos de los reunidos, Iglesias y Rivera, de una manera u otra, le habían zurrado la badana a Sánchez; a éste no se le vieron las costuras de las heridas, ni las exhibió.
Cuando se encontraron parecían colegiales que habían confluido en la cena después de una excursión agotadora. Iglesias fue el último en llegar, y lo hizo con esa parsimonia con la que bajan las escaleras los mandatarios. No sólo iban vestidos como excursionistas adolescentes, sino que reían como si aún no quisieran entrar en materia sobre los ritos de sus travesías respectivas. Cuando ya agarraron las alcachofas siguieron hablando así; aparcaron la prisa que tenían sus jefes de prensa para llevárselos cuanto antes, como si fueran celajes, y parecían tertulianos tranquilos del bar del Círculo o chicos en un prado, comiéndose una tortilla como en antiguas fotografías de la política que ellos no tuvieron ocasión de conocer.
Un obispo de Madrid le preguntó a un vociferante locutor por qué gritaba tanto ante el micrófono si en su presencia episcopal se mostraba tan sumiso. “Es que ante el micrófono me sublevo”. El obispo le dijo: “Pues venga a hacer el programa a mi despacho, para que se calme”. A los aspirantes a presidir el Gobierno les vino bien la alcachofa, antes de usarla y mientras la usaban. Podrían habérselas llevado como mascotas, pues esa sensación de sosiego que transmitieron con ellas en las manos no se produjo en la campaña ni parece que vaya a continuar en este periodo que se antoja tan oscuro como el reinado de Witiza.
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