La misteriosa enfermedad de Alejandro y Carlota
Dos hermanos, de 4 y 2 años, sufren una enfermedad rara desde que nacieron, pero nadie ha podido diagnosticar cuál es
Alejandro y Carlota, de 4 y 2 años, tienen una enfermedad rara. Nadie sabe cuál es.
Para Patricia Gálvez la semana no acaba el viernes. Su marido recoge a sus hijos, Alejandro y Carlota, del colegio. Él se queda con la niña. Ella acompaña al pequeño a sesión de fisioterapia. El sábado tampoco toca descanso: sesión de equinoterapia. Y el domingo, aquaterapia en la piscina para que los pequeños muevan los músculos. Los dos hijos de Patricia y David tienen una enfermedad rara. Sus padres no saben cuál es. Los médicos tampoco. "En un primer momento estás muy perdido. Con un niño sin diagnosticar no te guía nadie y si tú no te mueves, no hacen nada", cuenta Gálvez.
Al nacer, Alejandro parecía un niño sano —"miraba mucho, se reía continuamente", recuerda su madre— pero según fue creciendo se dieron cuenta de que le pasaba algo: le costaba mantener la cabeza erguida y no era capaz de afianzar objetos con sus manos. "Se frustraba y lloraba", añade David Castaño. Alejandro presentaba, entre otros síntomas, distonía y espasticidad. Es decir, alteración del tono de sus músculos y tensión excesiva en los mismos. Fue cuando comenzaron las visitas médicas.
Después de cuatro neurólogos; cinco traumatólogos; un oftalmólogo; varios endocrinos y nutricionistas llegaron el diagnóstico: a Alejandro le pasaba algo, pero no podían decir qué era. No se conoce ni tratamiento para su enfermedad ni su evolución. Como él, en España, unas 3.000 personas se encuentran en esa misma situación, según los registros de la asociación Objetivo Diagnóstico, que pelea porque se apoye la investigación de estos casos. "Cada vez que íbamos a un médico nosotros teníamos que relatar el historial de nuestro hijo", dice Gálvez. "Lo haces lo mejor que puedes, pero tú no eres un profesional", añade. "El problema es que cerca del 70% de los niños que llegan a neurología con una enfermedad rara desconocida no se diagnostica", apostilla la madre que es vocal de la Asociación de Enfermedades Raras de Castilla y León.
Tras varios exámenes, los médicos concluyeron que el genoma de Alejandro estaba bien y que lo que le había pasado se debía a una alteración puntual; un accidente. Patricia y David decidieron tener otro hijo. Nació Carlota. Al poco comenzó a presentar síntomas que recordaban a los de su hermano. "Nos decían que no nos iba a volver a pasar, que no teníamos ninguna alteración... Los médicos deberían ser más cautos por un lado y más claros por otro", cuenta Gálvez. "Por suerte ya teníamos parte del guion aprendido", añade con una sonrisa.
A falta de tratamiento, excepto revisiones cotidianas y alguna inyección de bótox (toxina botulímica) para paliar la tensión muscular, Alejandro y Carlota empezaron a acudir a todo tipo de actividades extraescolares que favorecieran sus movimientos y relajase sus músculos. Hoy toca equinoterapia en una finca a las afueras de Salamanca. Carlota está con su abuela en Madrid y Alejandro se ha despertado contento. Cuando se acerca al caballo tuerce el gesto. “¿No te apetece?”, pregunta la monitora y fisioterapeuta encargada del animal. “No”, dice el niño agitando la cabeza. Se sube a regañadientes sobre el animal. Pero en la segunda vuelta vuelven las risas. “Ha mejorado mucho la movilidad. Eso nos da ánimos. Pero no hay que confiarse. Es muy complicado mantener el equilibrio entre la esperanza de una recuperación total y el desánimo absoluto. Nuestra situación es esta. Es dura. Y podría ser mejor, sí. Pero también podría ser peor”, dice Gálvez.
La sesión con los caballos cuesta 20 euros. La fisio también. Para la piscina tienen un bono. El colegio es de pago; aunque sus procesos cognitivos están en perfecto estado, Alejandro va a un centro de niños con parálisis cerebral ya que sus problemas de movilidad se parecen a los síntomas que tienen estos. Carlota todavía es pequeña y se queda en casa con la abuela. Ambos son dependientes y sus padres reciben ayuda por ello. Pero Patricia y David invierten mucho dinero en el bienestar de sus hijos. "Vamos a hacer todo lo posible para que estén mejor. Por suerte, podemos organizarnos, pero no todo el mundo tiene esa suerte", reconoce Gálvez. Ella, licenciada en Ciencias Ambientales, trabaja en la agencia de certificación Bureau Veritas. Su marido es diputado por Ciudadanos en las Cortes de Castilla y León. Han realizado a sus hijos tests genéticos, "por lo privado", apunta el padre. En torno a 3.500 euros los dos niños. Todo está bien. Ahora esperan el resultado de un análisis del genoma familiar. Este por la pública, en el hospital Gregorio Marañón de Madrid. "El primero que realizan de este tipo", dice con cierto orgullo Gálvez.
Tras la sesión con el caballo, Alejandro no quiere irse a la finca con su padre a ver los animales. Su madre le propone ir a dar un paseo por Salamanca para ver las luces de Navidad. Al pasar al lado de un enorme peluche de un minions, el niño hace un gesto. “Le encanta”, dice la madre cómplice. Alejandro no habla perfectamente bien, tampoco controla los músculos de su lengua, pero se hace entender. Más sonrisas, un par de selfies con el muñeco y continúa el paseo. "Mucha gente nos dice: 'Qué más da lo que tengan los niños, ¿por qué queréis saberlo?' No saben de lo que hablan", cuenta la madre. "No sabemos cómo va a evolucionar la enfermedad de nuestros hijos; si van a mejorar, si van a empeorar o si en algún momento puede haber un tratamiento para ellos", agrega. "Conocer su enfermedad no solucionaría sus problemas, pero nos daría tranquilidad. No tendríamos que seguir buscando qué les pasa a mis hijos".
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