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Mariano Rajoy (diciembre de 2011 - actualidad)

El opositor a presidente

Rajoy, que nunca ha estado a la última, quiere pensar que Ciudadanos es una moda. Pasear, vale; fotos, muchas; preguntas, unas pocas. ¿Bailar? Eso sí que no

Javier Casqueiro
El 20 de noviembre de 2011, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, besa a su esposa, Elvira Fernández, durante la celebración de la victoria del PP en las elecciones.
El 20 de noviembre de 2011, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, besa a su esposa, Elvira Fernández, durante la celebración de la victoria del PP en las elecciones. Cristóbal Manuel

El señor tranquilo de Pontevedra se presenta el 20-D a una oposición imprevista que no entra en ninguno de sus esquemas vitales o políticos. Ha trabajado duro, estudiado todos los temas, echado todas las horas en el pupitre de su despacho, apilado tantos informes y documentos que entiende que “no sería justo” convertirse ahora, para la historia de nuestra democracia, en el primer presidente del Gobierno que no repite mandato. Mariano Rajoy se considera además, a sus 60 años, el mejor y más “fiable y experimentado” candidato de su partido y el único presidenciable con 34 años de carrera política a sus espaldas. Su mente no concibe ese debate sobre su idoneidad frente a los jóvenes y emergentes rivales, a los que primero ignoró y desdeñó, más tarde ha intentado comprender como fenómeno electoral teórico y finalmente ha recibido en los salones de La Moncloa y soportado sus invectivas cara a cara como las del sobrino rebelde y cojonero invitado de carril a una ceremonia familiar.

Rajoy es un señor de Pontevedra educado y previsible, que sacó a la primera la oposición de registrador de la propiedad a la que le habían encauzado en casa con 24 años, el más joven entonces de España, un curso después de terminar la carrera de Derecho en Santiago de Compostela, la ciudad en la que nació durante uno de los destinos como magistrado de su padre y mentor. De los cuatro hijos de Mariano Rajoy padre, que ahora a sus 95 años vive en La Moncloa y ha padecido un ictus, tres fueron naturalmente registradores y otro notario.

Rajoy es ayudado a salir del helicóptero que se estrelló tras despegar junto a la plaza de toros de Móstoles el 1 de diciembre de 2005.
Rajoy es ayudado a salir del helicóptero que se estrelló tras despegar junto a la plaza de toros de Móstoles el 1 de diciembre de 2005. Bernardo Rodríguez (EFE)

Mariano Rajoy hijo es, además, un dirigente político predecible con una trayectoria casi imposible de igualar y de leer de corrido. Diputado autonómico con 26 años, concejal y presidente de la Diputación de Pontevedra “para llevar la luz por los pueblos” con 28, y diputado nacional con 31, cuando retornó a la Xunta de Galicia de Manuel Fraga como vicepresidente y alumno aventajado hasta que emigró de nuevo a la política nacional para refundar Alianza Popular en 1989 con José María Aznar. Fue una salida a un destino que estaba deseando dejar atrás, con las manías y maneras autoritarias del veterano patrón gallego, para sortear las cuitas caciquiles de los barones territoriales que imponían sus criterios a golpe de queimada y pulpada. Los de la boina y los del birrete.

Rajoy, que ama su tierra y le gusta recurrir a los ejemplos que mamó en sus inicios ante cualquier contratiempo, no habla nunca gallego en público. Ni una palabra. Lleva cuatro años a su manera con el inglés, para poder entenderse un poco mejor en privado con la canciller Angela Merkel. El líder del PP, que regresa todos los veranos a la villa acomodada de las Rías Bajas donde su padre les instaló para veranear de jóvenes, nunca quiso saber nada de implicarse en esa farragosa política autonómica, aunque en Sanxenxo le gusta tener su clan de partido y de confianza. Por tradición y para mantener los hábitos.

En Madrid descubrió los despachos y moquetas de la Corte y apreció que su preparación y sorna iban a hacer carrera de escolta con el seco refundador del centro derecha en España. Ayudó a aupar a Aznar porque sabía que le iría bien, pero nunca pensó de verdad que sería el elegido. Ya en 1996, con 41 años, se casó claro con una amiga de la juventud en Pontevedra y entró en el primer Gobierno de Aznar. Fue cuatro veces ministro de diversas carteras en las que ni dejó una gran huella ni escándalos o polémicas estériles. También fue vicepresidente y, finalmente en el verano de 2003, fue nominado sucesor como el miembro menos destacado pero más asentado del triunvirato entre los que se posó el todopoderoso dedo del gran jefe. Nunca fue un amigo personal de Aznar. Ahora menos. Cuando Aznar actuaba con sus maneras de llanero solitario como en la guerra de Irak o tras el atentado del 11-M, Rajoy callaba y pensaba: yo no lo haría así. Eso sí, no le llevaba la contraria. Pero aprendió la lección de ese temario.

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Rajoy es un señor de Pontevedra educado y previsible, que sacó a la primera la oposición de registrador de la propiedad

El actual presidente del Gobierno es una persona amable y agradable en el trato corto, respetuoso, que se gana con unas maneras cuidadas y detallistas el respaldo hasta el final de sus colaboradores. No emite un grito y apenas se le observa nunca muy enfadado. Evita las disputas y tomar partido hasta que el conflicto es casi irresoluble. No es rencoroso pero tiene una memoria de opositor privilegiada, que le lleva a recurrir a un metalenguaje propio y muy particular, con palabras comodín en muchos casos de cariz administrativo y desfasado y giros galleguistas que le salvan de todo tipo de situaciones “colosales” o “capitales”. O no.

El candidato del PP no es un mal orador, cuando lleva los asuntos bien preparados. Y en el Parlamento ha demostrado que puede ser despiadado. Lo hizo como líder de la oposición, durante ocho años, tras perder por delegación aquellas elecciones malditas de 2004 tras los atentados islamistas que tan mal gestionaron y que estuvieron a punto de hacerle arrojar la toalla. “Perseveró”, uno de sus verbos preferidos, frente a los rivales internos que le movían la silla y el equipo que ya recogía los bártulos. Llegó a acusar al presidente socialista José Luis Rodríguez Zapatero, con el que en privado se llevaba bien y quedaba, de haber traicionado a los muertos de las víctimas de ETA por emprender una negociación con la banda que ha llevado ahora al fin del terrorismo. Nunca se lo agradeció en público.

Pero al constante Rajoy, y sobre todo al exiguo equipo con el que ha buscado sobreprotegerse estos años de plasma en La Moncloa, no le gustan demasiado ni las entrevistas ni los periodistas que cuestionan sobre cualquier cosa. Son imprevisibles: “Como mucho una pregunta y si eso ya tal”. Rajoy es lo contrario. “Rajoy no es muy lucido, pero sí muy lúcido”, como le define su teórico amigo el gallego Alberto Núñez Feijóo.

Rajoy se hace fuerte en el despacho más que ante las cámaras. Ante los problemas que parecen inabordables aplica su máxima: calma. No le gusta tener que tomar decisiones en caliente ni sobre personas que conoce y esa inacción le llevó a “cometer errores” tan graves al menos como la condescendencia con Luis Bárcenas, el exgerente al que ascendió a tesorero, y con la corrupción en general en el PP. Argumenta que él se ocupaba de la política, no de las cuentas. Y optó por “mirar para otro lado, hacerse el tonto o no preguntar ni responder”, son casi literalmente sus palabras. Poca gente duda de la honradez de Rajoy.

Donald Tusk (d), presidente del Consejo Europeo, levanta el brazo de Rajoy, junto a Joseph Daul, líder del PPE, y la canciller alemana Angela Merkel, en el congreso del PP europeo que se celebró en el Palacio Municipal de Congresos de Madrid el 23 de octubre de 2015.
Donald Tusk (d), presidente del Consejo Europeo, levanta el brazo de Rajoy, junto a Joseph Daul, líder del PPE, y la canciller alemana Angela Merkel, en el congreso del PP europeo que se celebró en el Palacio Municipal de Congresos de Madrid el 23 de octubre de 2015.Uly Martin

La crisis, la quiebra, el rescate, la descontrolada prima de riesgo al minuto en su móvil, las presiones telefónicas de Merkel, las promesas electorales incumplidas, el paro desatado, la deuda imposible, los millonarios desfases presupuestarios, la galopante caída de ingresos. España se desplomaba. Las promesas de su campaña y del discurso de investidura Rajoy las borró pragmático en 24 horas para asumir que no podría cumplirlas en cuatro años y que tendría que conformarse con resistir para no llegar a rebajar las pensiones y el nivel de vida de los españoles a la categoría de los portugueses y griegos.

El cuadro que heredó en 2011 dibujaba un reto “descomunal”: Un déficit público del 9% (32.000 millones de euros superior al fijado por la UE), una caída de la recaudación en los dos primeros ejercicios de 90.000 millones de euros, una inflación 11 puntos superior a la media de la eurozona, casi 600.000 parados nuevos ese curso, sin crédito, las comunidades y ayuntamientos endeudados y sin poder pagar sus facturas y la banca, que llevaba años trampeando, rescatada por Europa. La coletilla de que el país estaba al borde del abismo lo inundó todo. Durante más de tres años se relegó la política y se gestionaron números y reformas para enderezar el rumbo. Los supuestos ministros estrella fueron ocultados por los tecnócratas y por las tijeras de Cristóbal Montoro. La meta era pagar lo que ya habían trabajado a casi nueve millones de jubilados.

Ayudó a aupar a Aznar porque sabía que le iría bien, pero nunca pensó de verdad que sería el elegido

En Cataluña, Artur Mas, aquel socio inicial con el que pactó presupuestos y repartos de despachos, se desbocó en las Diadas y se entregó al sueño independentista. Rajoy no le creyó cuando le espetaba en sus distintas charlas reservadas que tenía una ilusión entre esteladas. Siempre pensó que Mas solo quería más dinero, porque le exigió un Pacto Fiscal como el vasco y navarro, y que ya habría tiempo para eso en el próximo modelo de financiación autonómica. Rajoy rechaza que se le pueda reprochar su inmovilismo. Prefiere apuntarse a la definición de prudente.

El candidato sin carisma que había llegado en 2011 al poder soñado por incomparecencia o incompetencia de su rival se encontró con un récord de votos histórico (casi 11 millones), una mayoría absoluta inaudita para la derecha (186) y un país a la deriva, rescatado de hecho. Rajoy se encerró en su despacho para opositar sobre cómo salvar a España. Ya no salió de cañas, selfies, paseos y platós amigos para mostrar un poco el lado humano de su “sentido común”, su corazoncito “fiable” y su “agenda social con alma” hasta que se atropellaron, en la recta final de su mandato, los cinco avisos electorales.

La reacción ha podido llegar esta vez un poco tarde. En el peor momento, al final de un año loco de sucesivas campañas, se le ha abierto una brecha de proporciones incalculables en su electorado desencantado de centro derecha con la aparición que pensó solo febril de Ciudadanos y un chaval guapo y fresco de 35 años. Rajoy, que nunca ha estado a la última, quiere pensar que esa ola es una moda. Pasear, vale; fotos, muchas; preguntas, unas pocas. ¿Bailar? Eso sí que no.

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Sobre la firma

Javier Casqueiro
Es corresponsal político de EL PAÍS, donde lleva más de 30 años especializado en este tipo de información con distintas responsabilidades. Fue corresponsal diplomático, vivió en Washington y Rabat, se encargó del área Nacional en Cuatro y CNN+. Y en la prehistoria trabajó seis años en La Voz de Galicia. Colabora en tertulias de radio y televisión.

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