Poble Espanyol, un parque temático llamado España
¿Qué ocurrirá con la reproducción en cartón piedra de la nación si triunfan los planes independentistas?
El idioma oficioso del Poble Espanyol es el urdu. Proliferan los cocineros paquistaníes e indios en la acrópolis de Barcelona, igual que proliferan en los menús turísticos la transgresiones iconoclastas de la gastronomía ibérica. Por ejemplo, la paella mexicana. Nos la propone Estela, camarera políglota y oriunda de Moldavia en un local, Tapas, tapas, cuyas lindes separan en unos metros cuadrados Castellón de La Coruña, incurriendo en una arbitrariedad geográfica demasiado sofisticada para los turistas extranjeros.
Son ellos el público predominante del parque temático. Tenía que haberse llamado Iberona, a propuesta de las autoridades que fomentaron el proyecto de una España en miniatura en tiempos de Primo de Rivera y al abrigo de la Exposición Universal de 1929, pero la marca carecía de impacto comercial. Y de impacto patriótico, especialmente cuando Franco exigió identificarlo exclusivamente en castellano: El Pueblo Español.
Llegó a visitarlo Heinrich Himmler en 1940, un particular escabroso que los guías turísticos se abstienen de comentar, como se abstienen de aludir a la utopía invertida —distopía— que engendran los 42.000 metros cuadrados del Poble Espanyol. Con más razón si prospera la independencia de Cataluña e Iberona termina convirtiéndose en un exótico documento del pasado común donde podría rodarse una película de época.
Sucedería entonces lo que Julian Barnes escribe en Inglaterra, Inglaterra, enfático titular de una novela cuya trama plantea el delirio de un magnate, Jack Pitman, seducido por reunir o simplificar toda la patria en los extremos de una isla con forma de diamante. Y no sólo haciendo inventario de los monumentos emblemáticos. También incorporando aspectos sociológicos, como la frigidez sentimental, el dandismo o el complejo de superioridad.
Nunca llegó tan lejos el proyecto del Poble Espanyol. Se había planificado como un pastiche arquitectónico condenado a demolerse a los seis meses de la clausura de la EXPO, pero ha sobrevivido 86 años, bien porque el caudillo lo convirtió en un espacio de demagogia y propaganda, o bien porque las autoridades nacionalistas que llegaron después perseveraron en la indefinición y en las dudas —¿Qué coño hacemos con esto?, se preguntaba Pujol—, de tal forma que Iberona ha mutado en una pujante estructura privada que estira un contrato municipal de explotación hasta 2035.
Habrá transcurrido entonces un siglo desde su inauguración. Y se habrá arraigado, acaso, la paradoja de una Cataluña independiente en cuya capital, Barcelona, se aloja un parque temático dedicado a España, como si fuera un subconsciente urbanístico y cultural, o una manera de frecuentar la nostalgia, o un modo de evocar el mito del enemigo exterior.
Una España de cartón piedra, un decorado enciclopédico que los turistas recorren en 2015 con entrañable entusiasmo. Se fotografían delante de la muralla de Ávila, comen pescaíto entre los callejones del barrio andaluz, se recrean en el plateresco salmantino y le compran toros de Osborne a Thalía en un negocio de souvenirs ubicado a la vera de las Carmelitas de Alcañiz.
"Yo lo que vendo son toros", nos explica la joven comerciante. "La gente viene aquí porque quiere llevarse recuerdos españoles. No les interesa la independencia. Han venido a España". Han venido a España y a su caricatura. No ya porque esta ocurrencia de Primo de Rivera pudiera encontrarse perfectamente en Las Vegas. También porque la España de Españas que representa voluntariosamente el Poble suscita un cierto estremecimiento respecto al cortocircuito entre el cosmopolitismo y el nacionalismo.
La expresión más absurda de esta dialéctica concierne no ya al porvenir del Poble Espanyol dentro de Cataluña, sino al porvenir de Cataluña dentro del Poble Espanyol, naturalmente porque su territorio, su arquitectura y su idiosincrasia también forma parte del mapa del parque temático.
La independencia, permítase la ironía, obligaría a elevar una frontera, exigiría acordonar un espacio diferenciado. Requeriría emprender una serie de obras que bien podrían aprovecharse para emular el sueño de Jack Pitman en la novela de Barnes: sustituir el original de Inglaterra por una copia.
Y entonces deberíamos incorporar al parque una rotonda, y una puerta giratoria, monumentos nacionales mucho más emblemáticos que la Giralda. Y fundaríamos un lupanar de carretera. Y añadiríamos los rasgos de nuestro carácter, la solidaridad, de acuerdo, pero también la envidia y el cainismo, expuestos la una y el otro en un cuadro de Goya, La riña a garrotazos, que debería presidir las nuevas instalaciones del simulacro.
Barnes termina su novela declarando la independencia de la Inglaterra falsa. Un desenlace con forma de MacGuffin que convierte al señor Pitman no tanto en el imitador de Primo de Rivera como en un antecedente premonitorio de Artur Mas.
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