“Me convertía en lobo por una maldición y devoraba a cualquiera”
El Gobierno gallego publica la versión facsímil del proceso contra el 'licántropo español'
“Me llamo Manuel Blanco y Romasanta, natural de Rigueiro, partido de Allariz [Ourense]. Viudo, tendero ambulante, 42 años de edad. Desde hace 13 hasta el día de San Pedro de 1852, por efecto de una maldición de alguno de mis parientes —mis padres, mi suegra o no sé quién— he traído una vida errante y criminal, cometiendo asesinatos y alimentándome de la carne de las víctimas. Unas veces solo; otras con dos compañeros valencianos, don Genaro y un tal Antonio. Nos convertíamos los tres en lobos, nos desnudábamos y nos revolcábamos en el suelo, y después acometíamos y devorábamos a cualquiera, quedando únicamente los huesos. A veces conservábamos ocho días la forma de los animales dañinos”. Al “recobrar la figura humana” y “el uso de la razón perdida”, “los tres nos poníamos a llorar”.
El “hombre lobo” español fue detenido el 2 de julio de 1852 en Nombela (Toledo) y no tardó muchos días en confesarse autor de las nueve muertes de mujeres y menores que se le atribuían, más otras cuatro, de pastores y una anciana, cuyos cuerpos habían sido hallados en aquella época en pueblos de Ourense, supuestamente desgarrados por auténticos lobos. La causa contra el asesino múltiple se prolongó dos años, pero fue un paradigma de celeridad judicial (si se tienen en cuenta los medios de comunicación y transporte de la época) y hoy se considera una joya. La mayor parte de los documentos se custodian en el Arquivo do Reino de Galicia (A Coruña), y puede decirse que los aproximadamente dos mil folios repartidos en siete tomos son el best seller de esta institución que depende de la Xunta. El caso del hombre lobo, seguido de cerca por la prensa nacional y extranjera del momento (como el más mediático de los actuales) continúa demostrando su capacidad de atracción.
Desde 2003, los investigadores han hecho 13.720 reproducciones en papel o en copia digital de piezas de la causa. Entre las más demandadas están las sucesivas sentencias que se dictaron en Allariz y en A Coruña; el diario lunar europeo para 1852; la misiva de amor que utilizaba Romasanta para, cambiando cada vez el nombre, engatusar a sus víctimas, madres solteras o separadas; o la carta que hizo llegar desde Argel al ministro de Gracia y Justicia un hipnólogo francés que dio un vuelco al proceso al defender ante la reina Isabel II la existencia de la licantropía. Visto el éxito de la documentación archivada, la Consellería de Cultura del Gobierno gallego ha financiado un facsímil que ahora se vende en librerías.
Romasanta fue primero condenado a muerte, y después a cadena perpetua por un indulto de la Reina y gracias a la irrupción de monsieur Philips, un explorador de los laberintos mentales que jamás aparece citado por su nombre de pila. A pesar de sus esfuerzos por salvarlo del garrote y poder estudiar su mente, el asesino murió poco después en la cárcel de Ceuta de cáncer de estómago.
El hombre lobo se había salvado por la Corona, que financiaba generosamente el proceso, pero la justicia (el caso pasó por varias instancias durante aquellos años) nunca se tragó su relato. Durante el juicio quedó demostrada la “premeditación, alevosía” y “sangre fría” con la que actuaba el ourensano. Elegía hogares vulnerables, sin un varón adulto que le pudiera hacer frente porque él era muy pequeño y débil. Convencía a las madres de que podían conocer una vida mejor si marchaban a servir en casa de algún cura en Santander. Llegaba a “fascinarlas” por la vía del amor —recordaba una de las sentencias—, “conociendo que el medio más seguro de dominar la voluntad de la mujer es el de cautivar su débil y sensible corazón”. Y se iba llevando uno a uno a todos los miembros de las familias, incluso niños y un bebé, en la misma dirección.
Antes, lograba que las madres le vendieran lo poco que tenían, el cerdo, la vaca, la cosecha. Una vez muertas, recobraba lo pagado y además despachaba con descaro su ropa a otros vecinos de la comarca. Si alguno le preguntaba cómo les iba a las emigradas, escribía cartas (eran de su puño y letra, según concluyeron los peritos calígrafos de la época) en las que sus víctimas, ya “acomodadas y ricas”, narraban una vida afortunada. Contaba incluso, sin atisbo de mala conciencia, que a alguna le había tocado la lotería o que uno de los vástagos asesinados estudiaba leyes. Mientras, se prodigaba en la parroquia. Quería que lo viesen rezar el rosario, ayudar en misa, ser caritativo.
La figura del Sacaúntos, como lo apodaron popularmente cuando se extendió la leyenda de que vendía la grasa de los cuerpos como ungüento prodigioso en farmacias de Portugal, sigue llena de incógnitas. Por ejemplo, no se sabe dónde yacen los restos mortales de tanta víctima. Durante el proceso solo aparecieron, en lugares distintos, un coxal de una mujer de más de 25 años con señales de no haber estado nunca bajo tierra y un cráneo fracturado, también femenino y adulto. Todavía hay investigadores que buscan el resto de las piezas que compondrían los esqueletos de esas nueve personas, cuatro madres (tres de ellas, hermanas) con sus respectivos hijos, que el reo aseguró haber despedazado sin más armas que sus dientes y sus uñas en la ourensana sierra de San Mamede.
Tampoco hay certeza hoy, después del trabajo que realizó en 2012 Fernando Serrulla, responsable de Antropología Forense del Instituto de Medicina Legal de Galicia, de cuál era el verdadero sexo del personaje. Según él, Romasanta, que al nacer fue inscrito como Manuela, podía sufrir un síndrome de intersexualidad (pseudohermafroditismo femenino) que le hacía segregar de forma desorbitada hormonas masculinas, virilizando su aspecto y provocándole episodios de fuerte agresividad.
Algo de esto se puede intuir en el viejo sumario, cuando se describen sus “oficios mujeriles” (“hilar, calcetar, cardar lana”) o sus “costumbres casi femeninas”. A lo largo del expediente judicial, que por momentos se vuelve una magnífica pieza literaria, hay capítulos deslumbrantes como el informe de los seis forenses que intervinieron en la “observación física y filosófica” de Blanco Romasanta.
“Pretende hacerse pasar por un ser fatal y misterioso, un genio del mal, lanzado por Dios en un mundo que no es su centro, creado ex profeso para el mal ageno á que le impele la fuerza oculta de una ley irresistible, en virtud de la cual cumple su fatídico y tenebroso destino”, describen los médicos. Antes han revisado a fondo sus vísceras y la forma de su cráneo, lo han entrevistado sucesivas veces, y han concluido que es un ser normal e incluso agradable, talentoso, inteligente. “Manuel Blanco ni es idiota, ni loco maníaco, ni imbécil; y es probable que si fuera más estúpido no sería tan malo”, advierten. Y al final concluyen: “Su hado impulsivo es una blasfemia; su metamorfosis [en lobo], un sarcasmo”.
Pero cuando el asesino ya se veía con un pie en el cadalso, irrumpió en escena Philips, que se presentaba como profesor de Electro-Biología (su novedosa técnica hipnótica), y sembraba serias dudas en la Reina. El científico defendía que la inminente ejecución de Blanco Romasanta sería un “error lamentable de la justicia” porque cabía “la posibilidad” de que no fuese responsable de sus asesinatos. De hecho, ante el público que abarrotaba el teatro de Argel, el francés, antes de viajar a París “para someter su descubrimiento a la Academia de Ciencias”, había demostrado el 22 de junio de 1853 (un mes antes de ser alertada Isabel II) cómo un joven elegido aleatoriamente en la platea quedaba “completamente dominado” por la hipnosis. En un momento del acto la emprendía a pedradas contra unos indios inexistentes; en otro, nadaba creyéndose náufrago; y al final se sentía lobo y acababa la función mordiendo a un espectador.
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