Salir con las manos en alto
El humor negro tiene una particularidad: no convierte en mejores personas a quienes no les haya hecho gracia que a quienes sí
Hace meses me contaron el chiste más racista del mundo, un chiste con esa traza inhumana que obliga a compartirlo con un círculo muy reducido de amigos para que todos podamos llevarnos las manos a la cabeza con normalidad democrática. Eso hice cuando me lo contaron: enviarlo por WhatsApp. Si no lo publico es por dos razones: ni su inclusión en el contexto hubiera eliminado el daño que pueda hacer, como dijo ayer el concejal Guillermo Zapata, y porque quiero comprobar cuánta gente me lo reclama hoy. El chiste tiene una particularidad: no convierte en mejores personas a quienes no les haya hecho gracia que a quienes sí. Incluso se le podría escapar una carcajada a un activista contra el racismo; si hay algo útil contra los totalitarismos, incluso del sentimiento, es el humor. Tan descarnado que te sorprendes riéndote de tu padre el día de su funeral, o algo aún mejor: del padre de tu amigo. Lo que levantaría sospecha es que el chiste sea siempre en los funerales de los padres de gente que no te cae bien.
Una de las características de este tiempo es el examen de conciencia que los usuarios de redes sociales hacen de continuo cuando aparecen nuevas amistades, nuevos trabajos o incluso nuevos partidos, como les ha pasado a candidatos de C's metiéndose con su partido. Vigalondo, en Eldiario.es, lo explica: “El uso de las redes sociales como medio de comunicación inmediato, visceral y a veces muy, muy irreflexivo no ha frenado. De hecho está definiendo la vida de las nuevas generaciones hasta un límite que nosotros, por falta de distancia, somos incapaces de adivinar (...) Somos como la primera generación que experimentó el tabaco sin conocer su relación con el cáncer de pulmón. Vamos identificando los problemas a medida que los padecemos (...) De repente contamos con un número creciente de escándalos, imprudencias, agresiones, acosos y linchamientos y no parecemos aprender nada nuevo de un año para otro”. La sensación es insólita porque estamos rodeados por nosotros mismos: por los que fuimos, por los que somos y por los que seguimos siendo. No sólo eso: por lo que los demás creen que somos. Y hasta que aparezca otra, la mejor de las soluciones, como en las películas, es salir con las manos en alto.
Si Zapata tuvo un error no fue el de ejemplificar con esos chistes, porque cada uno bromea con lo que quiere o con lo que puede, o con lo que cree que su comunidad asumirá con más complacencia. El error fue el grado de pureza exigido por Ahora Madrid en el momento de presentarse como la auténtica gente normal, tanto que los nombres eran lo de menos y lo importante era el proyecto. Debido a eso cualquier mancha sería sometida a un escrutinio perfecto, pues todos somos ediles potenciales. Esta representación de Zapata, abolida la antigua (“no nos representan”), dejó de funcionar con víctimas de ETA y del Holocausto que se han sentido ofendidas. La representación también es comprender que no todos tienen tu sensibilidad o la de tu entorno, que la gente tiene derecho a considerarse insultada cuando se toca a sus muertos, aunque a muchos nos dé igual. La de Zapata es una gestión de lo público que se ha visto afectada por una mala gestión de lo privado.
El bipartidismo asumió que los partidos pactaban el listón de la ejemplaridad pública hasta el extremo de no levantar la alfombra si llegaban al poder. La dimisión de Zapata es un gesto de coquetería, una manera de acoplar la llegada en metro de Carmena con una exhibición del listón de la nueva política. No va a haber en Ahora Madrid un concejal de Cultura mejor que Zapata. Pero el problema de Carmena es que sí hay, en el Ayuntamiento y fuera de él, gente con tuits peores que los de él. La primera generación que experimentó con el tabaco ha llegado a la cúpula de Malboro.
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