El cura y el seleccionador
Compuso difíciles equilibrios en la sociedad civil en los tiempos en que se intentaba desmontar el entramado de la dictadura
Entre las miles de cosas que hizo bien José María Martín Patino una fue la de ser un hombre discreto. Patino sabía todo, de todo el mundo; escuchaba (con esas orejas peculiares) para decir lo mínimo, y procuraba que los secretos, los suyos, los ajenos, fueran como artículos de confesión. Él les daba utilidad, pero no los divulgaba.
Escuchar y juntar fueron sus verbos; era lógico que ambos desembocaran en el sustantivo Encuentro. Buscaba en los otros lo sustantivo, y aunque era denso de maneras, iba al grano cuando su necesidad era de urgente cumplimiento. Su agenda chiquita, de mano, tenía miles de nombres, y la manejaba con la precisión de un astronauta: un hombre era una idea, y esa idea lo llevaba a otro, y así sucesivamente.
El porvenir de España era su obsesión, y en su recuerdo, es decir, el impulso de esa vocación de encuentro, estaba la experiencia de que esto antes estuvo peor y que, por tanto, podía empeorar. Por eso era importarse encontrarse, ese era su verbo.
Como su maestro principal, Tarancón, era capaz de decir lo mismo, con la misma eficacia, a los de arriba y a los de abajo. Era un demócrata que se encargó, por si solo, nadie lo mandaba, de buscar la paz entre los disímiles. Era, por decirlo así, el brazo del espíritu de la Transición en la Iglesia; consideraba a esta, en el lado de su jerarquía, solemne y lenta, poco proclive a ocuparse de los problemas verdaderos de los hombres como ciudadanos, e hizo lo imposible por prolongar la labor del cardenal de Burriana.
Tarancón había sido llano ante los reyes y directo ante el pueblo llano, Patino tenía la voz más interior, más densa, pero quiso acercarse a los demás llevando siempre un mensaje laico de paz, para que aquel raro equilibrio que fortaleció los andamios civiles de la Transición no se rompieran en medio de la desidia con que España administró el legado que permitió enterrar (a medias) el franquismo.
Ni la Iglesia de la democracia ni la política de la democracia se enteraron del todo de lo que tenían que hacer para prolongar la lección de Tarancón; Patino era el que de manera insistente, como un martillo suave, iba explicando los riesgos del dramático olvido de la convivencia que se produjo por parte de unos y de otros en asuntos clave de nuestra forma de vivir juntos. Así hizo con respecto al País Vasco y con respecto a Cataluña, entidades mayores de su preocupación civil, y así hizo con todas las otras cosas que hicieron más amargo el espíritu nacional.
Su fundación fue, por así decirlo, su seudónimo; y su insistencia en la búsqueda de apoyos para llevar a cabo la misión sigilosa de encontrarse con otros para que los otros se encontraran entre sí lo llevó a relacionarse con media humanidad. Para esos contactos no tenía horizontes vedados, ni políticos, ni culturales, ni religiosos. Ni deportivos. Una vez me pidió que lo juntara con el seleccionador de fútbol, Vicente del Bosque, que, como él, era de Salamanca, y además alumno de gente de su predilección en la infancia; y ahí veías tú al cura y al seleccionador rememorando gestas, organizando el futuro. El sacerdote (siempre vestido de sacerdote, con su clergyman impecable) y el imponente exfutbolista compartían el pasado y vislumbraban cómo se podían poner de acuerdo para procurar, para los jóvenes, sobre todo, un futuro mejor que el que arrojaban las estadísticas.
Guardaba tanto sigilo porque sabía que los encuentros, esa esencia de su carácter de hombre público, solo se podían llevar a cabo si nadie sabía nada de lo que estaba haciendo, excepto los implicados. En otro tiempo, o en otro territorio, hubiera sido un espía noble, un consultor eficaz de los Estados. Ese sigilo comprendía socarronería, sentido del humor y, por tanto, de la distancia que había que tomar para que el entusiasmo de conseguir un objetivo no se convirtiera, mientras tanto, en alboroto.
Así era también en las reuniones colectivas; era el que hablaba el último, aunque estuviera altamente capacitado para hacerlo el primero. Tenía, acaso, la costumbre del confesor: escuchar es mejor que adelantarse. Cuando hablaba sabías que, mucho mejor que los mejores periodistas, él ya había tocado las teclas suficientes para saber por dónde iba el maldito río español. Su despacho era un batiburrillo de papeles; alguna vez le sacamos algún que otro secreto, sobre Tarancón y los peores años; contó entonces que el cardenal había quemado sus memorias. Patino estaba escribiendo las suyas. Con sigilo, con convencimiento. La última vez que lo vi fue hace un mes, entraba con sigilo a la presentación de un libro de Bonifacio de la Cuadra (sobre la Transición) en la librería Blanquerna, el centro catalán en Madrid. Le procuramos sitio en las primeras filas, y lo vimos sentarse y atender con la paciencia de los curas, pero también con la obligación laica de entender para ayudar.
Era un gran hombre Patino, un pilar discreto de un tiempo que hubiera sido peor sin gente como él.
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