Elogiando a Rajoy
Ha resistido la incitación a acaudillar cualquier nacionalismo españolista
El señor presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, compareció ayer al concluir el Consejo de Ministros para dar cuenta de que, oído el dictamen unánime del Consejo de Estado, había tomado el acuerdo de recurrir al Tribunal Constitucional la ley de consultas del Parlament de Cataluña, así como el decreto de convocatoria del referéndum del 9 de noviembre. Lo hizo componiendo la figura que más le gusta, la del más sumiso esclavo de la ley, atado al mástil de la Constitución, erigido en portavoz de lo irremediable. Digamos enseguida que fue muy de agradecer el hecho de que la convocatoria a los periodistas se hiciera sin forzar el énfasis, de lo cual es buena prueba que la sala de prensa apenas registrara media entrada. Además, acudió en persona, sin atenerse a la costumbre establecida de brindar sólo su imagen en el plasma de un monitor de televisión y, para mayor sorpresa, aceptó hasta tres preguntas.
Del estrado de la sala había sido retirada la mesa detrás de la cual se ampara cada viernes la vicepresidenta para todo cuando informa del Consejo de Ministros en su condición de portavoz. En el centro se había dispuesto un sencillo atril con su micrófono. El presidente accedió hasta él para leer el comunicado que debía tener memorizado porque recorría muy seguro con su mirada las butacas que ocupaban los asistentes. Después se retiró por la misma puerta excusada sin entrar en contacto informal con los periodistas. Reconozcamos que encontró el tono adecuado sin solemnidades superfluas ni ánimo alguno de amedrentar a nadie. Con seguridad de ser escuchado por quienes están todavía a tiempo de mantenerse dentro de la legalidad porque esas filigranas de la “desobediencia civil” que pueden ser utilizadas por las gentes de a pie son inviables para quienes ostentan funciones públicas.
Llegados aquí, sin merma de la crítica que el dontancredismo de Mariano Rajoy viene mereciendo en su enfoque de la cuestión catalana en estos casi tres años de Gobierno y en las dos legislaturas anteriores, donde tanto enredó sin atender más que al medro de sus intereses partidistas; sin retirar las objeciones a un comportamiento que prefiere descargar en los jueces las tareas indelegables de la política, el pacto y la promoción de la concordia, terrenos que siguen sin ser explorados con la intensidad exigible; sin indulgencia alguna para el abandono en que ha tenido a aquellos catalanes que sienten la incomodidad de verse escrutados y arrojados a la malquerencia pública por falta de identificación con el maximalismo nacionalista; se impone hacerle algún reconocimiento, sobre todo, por algunas de sus omisiones.
Por ejemplo, observemos que ha sabido resistir las incitaciones procedentes de sus propias filas de acaudillar cualquier suerte de nacionalismo españolista, que bajo diferentes modalidades cundió en otros momentos. Reconozcamos que no se ha prestado a consentir campañas como aquellas del cava o la retirada de cuentas de las instituciones de crédito catalanas. Elogiemos que ha mantenido el control para impedir que celebraciones como el Día de las Fuerzas Armadas o el de la fiesta nacional del 12 de octubre se enturbiaran con palabras o gestos impropios con los que algunos hubieran querido responder a los exaltados del otro lado del Ebro. Sin anticipar escenarios, esperemos que prevalezca la ley y desde ahora mismo comience la desactivación del encono y la recuperación del entendimiento. Como han escrito los del equipo Politikon en su libro La urna rota (Editorial Debate, Barcelona, 2014) quien no se sienta a la mesa puede acabar formando parte del menú. Veremos.
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