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Columna
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Todo para septiembre

Los grandes grupos han ido aplazando la solución de los problemas

Fernando Vallespín

El curso político ha comenzado con prisas y con sobrecarga de tareas pendientes. La asignatura más gruesa y difícil es, sin duda, el inicio de la confrontación catalana, ya en la última fase de su cuenta atrás. Detrás, a poca distancia, se encuentran los planes para la reforma política, aunque a este respecto el vocerío es tan alto y caótico que todavía no hemos conseguido descifrar la hoja de ruta de cada grupo político. Casi cada día nos desayunamos con propuestas de unos u otros, aunque ignoramos si lo hacen a partir de un plan o como estrategia para sondear la reacción de la opinión pública. Tenemos un sistema de partidos al borde de un ataque de nervios ante la inminencia de la cita electoral de mayo. Aparte de lo de Cataluña, el revuelo provocado por la exitosa irrupción de Podemos en las encuestas lo impregna todo.

Por vez primera desde la crisis, parece que no es la clase política la que enerva a los ciudadanos, sino estos a aquélla. A sus ojos, el electorado ya no es lo que era: ha dejado de ser fiable, previsible, modulable. Que oscilara en sus humores era algo obvio, pero no que empezara a parecerse a una caja negra. Los grandes partidos siempre operaban a partir de un suelo más o menos fijo, y eso es, precisamente, lo que ahora está en entredicho. Adiós estabilidad, gobernabilidad o como queramos llamarlo; el signo ahora es la confusión y la incertidumbre. Malos momentos para los asesores de los políticos, porque navegan a ciegas y comienzan a transmitir confusas señales a sus jefes.

Habría sido mejor convocar a tiempo una reforma de la Constitución

Y, sin embargo, la impresión que se tiene es que si hemos llegado a esta situación es por la propia imprevisión de los grandes grupos políticos, que han ido aplazando sine die la resolución de los problemas fundamentales, los suyos internos y los más generales del país. A eso se le llama procrastinar, un verbo que en España se usa poco pero que se practica mucho. Zapatero procrastinó con la crisis económica y Rajoy con la crisis política. Se ha procrastinado en la búsqueda activa de una solución del caso catalán, en la falta de reacción contundente con los casos de corrupción —quizá la mayor falta de omisión a ojos de los ciudadanos—, en la renovación de los partidos y, en fin, en la oxigenación completa del marco institucional. Se ha ido dejando todo para septiembre y, claro, ahora imperan las prisas, improvisaciones y nervios.

En el caso de Rajoy en particular, la duda es siempre si hay una estrategia detrás de su postergación de los problemas, si existe una decisión detrás de la no decisión, o si todo no es más que pura desidia. En eso sus hermeneutas se escinden. Lo que no se suele considerar es si, como yo me temo, responden más bien a la ausencia de un proyecto, y de ahí las muchas ambigüedades o las idas y venidas, como en el caso de la ley del aborto. Habría sido mejor una convocatoria a tiempo de reforma constitucional, que habría ordenado el debate y, por su misma naturaleza, habría presionado a favor de estrategias de negociación. Pero no, seguiremos procrastinando hasta el derrumbe final del régimen de la Transición.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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