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MEMORIA (SELECTIVA) DE LA TRANSICIÓN

Demasiada sangre, demasiado olvido

En el paso del franquismo a la democracia se retorcieron pasados para poder avanzar en la reconciliación

José María Izquierdo
Personal concentrado a la puerta de El País tras un atentado en 1978.
Personal concentrado a la puerta de El País tras un atentado en 1978.

Quieren vender los nuevos y vírgenes profetas de la democracia –en pinza curiosa con la extrema derecha- que aquella transición del franquismo a la democracia no fue otra cosa que un chanchullo, un gatuperio o un cambalache entre sinvergüenzas franquistas y sinvergüenzas más modernos, que so capa de nuevos demócratas, robaron la libertad y el auténtico poder de representación a ese pueblo al que una vez más engañaron. Bien. Solo algunos beatos –que los hay- ven en aquel periodo la esencia de la bondad, sin mezcla de mal alguno. Una tontería, claro. Como pensar lo contrario, sin entender que entonces se hizo aquella reforma –podría haber tenido algunas variantes, por supuesto- porque nadie tuvo la fuerza necesaria para imponer la ruptura. Ninguno de los hoy profetas entiende que en aquellos años ni las urnas ni la calle acompañaron a los revolucionarios. Se impuso la reforma por la fuerza de los votos, expresión libre del pueblo, y fracasó la ruptura porque nadie siguió a quienes apostaban por acabar a sangre y fuego –literal- con aquel vergonzoso franquismo.

¿Digresiones teóricas en esta serie? Creo que justificadas, porque aquí vamos a ver que aquella engañifa –dicen sus purísimos detractores- se llevó la vida de casi 600 personas, sacrificadas por la violencia asesina de quienes sí querían la ruptura o quienes se oponían a la reforma. Mariano Sánchez, en su completísimo La Transición Sangrienta, Península, 2010, cifra el número de víctimas de esos extremismos en 591 entre 1975 y 1983. Y los distribuye así: los grupos incontrolados de extrema derecha causaron 49 muertos; los grupos antiterroristas asesinaron a 16 personas, principalmente del entorno de ETA y el GRAPO; la represión policial le costó la vida a 54 personas; 8 personas fueron asesinados en la cárcel o en comisaría; 51 murieron en enfrentamientos entre la Policía y los grupos armados; ETA y el terrorismo de izquierdas asesinó a 344 y el GRAPO a 51. Conviene grabarse en la memoria esos números. Poco podríamos aportar a los repugnantes y repetidos atentados de ETA. Son conocidos e incluso la existencia de 500 presos de la banda da buena cuenta de su saña. Menos recordada, por no decir absolutamente borrada de la memoria colectiva, es la violencia policial o la actuación de los grupos de extrema derecha, en ocasiones coordinada o dirigida desde los mismos servicios secretos de los Gobiernos de la Transición. En esos grupos había italianos de los grupos fascistas que tanta muerte sembraron en su país, o ultraderechistas argentinos que habían trabajado en el exterminio directo de opositores a los militares, todos ellos cariñosamente acogidos y amparados, incluso económicamente, por los responsables de las alcantarillas posfranquistas, refugiados en el llamado SECED (Servicio Central de Documentación).

Quizá podríamos seleccionar algunos casos de la época y así resumir en ejemplos, como en los libros escolares, la brutal violencia de la época. Para empezar, las fuerzas de orden público, responsables de más de esas 100 muertes, que eran, por decirlo con suavidad, de aquella manera. El general José Antonio Sáenz de Santamaría, que tuvo a su cargo en distintos cometidos a la Policía y la Guardia Civil durante aquellos años, le confesaba lo siguiente a Diego Carcedo, El general que cambió de bando, Temas de Hoy, 2004: “Tanto la policía como la Guardia Civil apretaban el gatillo con bastante facilidad. Las manifestaciones solían ser disueltas a tiro limpio y era muy frecuente que acabasen con las calles ensangrentadas […] La policía armada no estaba preparada para mantener el orden en las manifestaciones sino para reprimirlas”. Desgraciadamente, pudieron comprobarlo en Vitoria el 3 de marzo de 1976.

LO QUE DIJO (Y SUFRIÓ) EL PAÍS

El 30 de octubre de 1978, un día antes de que las Cortes aprobaran la Constitución hoy vigente, estalla un paquete postal en la conserjería de EL PAÍS. En el momento de abrirlo, tres trabajadores resultaron heridos, dos de ellos gravísimamente. El conserje Andrés Fraguas, de 19 años, murió a los dos días. Juan Antonio Sampedro, jefe de los Servicios Generales, se quedó sin mano izquierda, destrozada la derecha y secuelas irreversibles en cara y ojos. Carlos Barranco sufrió heridas menores.

Este es un párrafo del editorial que bajo el título No tenemos miedo publicó EL PAÍS el 31 de octubre:

“El atentado contra la vida de nuestros compañeros -realizado de una manera tan cobarde como vil- lo es contra la vida de todos los hombres de bien. Por eso, ante los cuerpos destrozados de estos trabajadores de EL PAÍS hacemos hoy más firme nuestra decisión de seguir trabajando por la causa de la libertad. Desde el comienzo de la transición, y coincidiendo con cada hito significativo de la democracia, los profesionales del asesinato político han venido asolando a nuestro país y regándolo de sangre inocente (…) Si la prensa es hoy atacada es porque la prensa es el reflejo y el motor de un cuerpo social vivo, de un país en marcha hacia la conquista de sus libertades y de sus derechos. ¿Podemos decir hoy que a pesar de todo estamos convencidos de la irreversibilidad del proceso democrático, de lo inútil a medio plazo de esta alocada violencia que nos consume y de la decisión palpable de nuestras fuerzas sociales representativas para seguir adelante?”

Estrambote final. El 9 de setiembre de 2005, Jorge A. Rodríguez firmaba la siguiente información en este periódico: “Pedro Bel Fernández, de 45 años, condenado a 30 años de cárcel por el atentado perpetrado contra EL PAÍS el 30 de octubre de 1978 por un grupo de ultraderecha (en el que falleció un trabajador y dos resultaron heridos), ha aprobado una oposición para funcionario de prisiones y en la actualidad está de prácticas en un centro penitenciario”.

Ese día, un numeroso grupo de trabajadores celebraba una asamblea en la iglesia de San Francisco de Asís, en el barrio obrero de Zaramaga. La Policía Nacional lanzó numerosos botes de humo en el interior, que obligaron a los obreros a salir, alguno ya medio asfixiado. A la salida, un grupo de policías les molían a palos por las alas, mientras que por el frente se les recibió con más de mil tiros, como posteriormente se pudo leer en las grabaciones policiales. Murieron ocho trabajadores. Manuel Fraga era entonces el ministro de la Gobernación, el equivalente a Interior. Nadie, absolutamente nadie asumió la responsabilidad de aquella matanza.

¿La extrema derecha? Servirá, seguro, el ametrallamiento de los abogados laboristas del bufete de la madrileña calle de Atocha, número 55. Un comando ultraderechista entró en el despacho, buscando a un dirigente de CC OO que había salido minutos antes. No les importó. Vaciaron los cargadores de la Browning F/N 9 mm. Parabellum y de la Star sobre los abogados que se encontraban en el despacho: Cinco muertos y cuatro heridos muy graves. Una de ellas era la esposa de uno de los muertos. La investigación policial y judicial duró más de lo previsto y tuvo que salvar muchos escollos. Como reconocería años después el entonces ministro del Interior, Rodolfo Martín Villa: “No estaba tan claro que la policía quisiera detener a los asesinos”.

Finalmente, los pistoleros corrieron distinta suerte. Fernando Lerdo de Tejada, miembro de una muy buena familia del régimen, amigada con Blas Piñar, se fugó durante un vergonzante permiso que se le concedió antes del juicio. José Fernández Cerrá y Carlos García Juliá fueron condenados a 193 años de prisión cada uno. El primero cumplió 15 y el segundo, 14. Del primero nada se sabe; del segundo, fugado a Paraguay, se conocen sus trapicheos con el tráfico de drogas. También fueron condenados por facilitar las armas y dirigir el operativo veteranos falangistas, uno de ellos secretario del sindicato del Transporte franquista que presidía Vicente García Ribes, padre de Juan García Carrés, el civil del 23-F. Pero hubo, se supo en Italia en los años 90, otro integrante más de aquel comando: Carlo Cicuttini, refugiado en España desde 1972 y relacionado con la red Gladio de la OTAN. Un ultraderechista italiano, de los muchos acogidos por los servicios secretos. Cicuttini fue condenado a cadena perpetua en Italia por numerosos atentados fascistas. Otros italianos, como Stefano Delle Chiaie, estuvieron muy presentes en muchos de los atentados ultraderechistas, incluido el Montejurra de 1976, recordado aquí hace bien poco con la publicación del relato del inolvidable Ismael López Muñoz.

¿Hablamos de los argentinos? Seleccionemos dos nombres: Rodolfo Eduardo Almirón y Jorge Cesarsky. El primero fue un pez gordo de la ultraderechista Triple A. En su país estaba acusado de participar en varios asesinatos, entre ellos el de la fundadora de las Madres de Plaza de Mayo, Noemí Esther Gianotti de Molfino. Llegó a España como escolta de José López Rega. También estuvo en Montejurra. Y redondeó su dilatada carrera como discreto escolta personal de Manuel Fraga. Descubierto por Cambio16 en 1983, Alberto Ruiz-Gallardón, el hoy ministro de Justicia, mano derecha entonces de Fraga, logró que se secuestrara la revista. Cesarsky era verso más suelto, extrovertido y un punto folclórico. Pero en 1977 fue detenido por el asesinato a tiros y a sangre fría de Arturo Ruiz García, un chaval de 19 años que estaba en los alrededores de la Gran Vía madrileña, donde tenía lugar una de las muchas manifestaciones de la época.

Este asesinato, ocurrido el 23 de enero de 1977, se enmarca en una semana terrible que define el ambiente de una época marcada por el terror. Porque al día siguiente, en un acto de protesta por la muerte de ese joven, un pesado bote de humo lanzado por los antidisturbios acabó con la vida de la veinteañera María Luz Nájera. Solo 24 horas después, el teniente general Emilio Villaescusa, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar, era secuestrado a las puertas de su domicilio de Madrid. Los autores fueron los GRAPO, que ya mantenían en su poder desde diciembre a Antonio María de Oriol, uno de los personajes más connotados del franquismo. Y apenas 12 horas después de la muerte de la joven universitaria, el asesinato de los abogados que antes comentábamos.

Un último recuerdo. El 1 de febrero de 1980, en el barrio de Aluche, un grupo de falsos policías se llevaba a Yolanda González Martín, 19 años, representante de su centro profesional de Vallecas en la Coordinadora de Estudiantes. Pero ni Emilio Hellín ni Ignacio Abad, sus asesinos, eran policías. Se responsabilizaron del asesinato con un comunicado firmado por el Batallón Vasco Español, en base a la presunta militancia –absolutamente falsa- de Yolanda en ETA. La trasladaron en coche, con la ayuda de más ultras, entre ellos el jefe de seguridad de Fuerza Nueva, la organización de Blas Piñar, hasta un descampado. Golpeada salvajemente, Hellín le disparó dos tiros con una P-38 Walther, 9 milímetros, a unos 70 centímetros de la cabeza. Ignacio Abad fue el encargado del tiro de gracia. Lo hizo con su pistola Star. Dos trabajadores encontraron su cadáver al día siguiente en un camino rural.

La historia de Emilio Hellín, condenado a más de 43 años, tiene un final interesante. El 24 de febrero de 2013, en una información firmada por José María Irujo, EL PAÍS informaba de que Emilio Hellín, agazapado bajo el nombre de un presunto hermano, Luis Enrique, trabajaba en esas fechas para los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. Había pasado 14 años en prisión, con el paréntesis de una estrambótica huida a Paraguay, donde sirvió a la dictadura militar de Alfredo Stroessner. Vuelve a España en 1996.

Con éxito laboral, a lo que se ve.

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