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Tribuna
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Procesos

El diccionario explica bastante bien la polisemia con que se usa el llamado proceso catalán o vasco

Enrique Gil Calvo

A las palabras, como a las armas, las carga el diablo. Ahí está la voz periferia. En la eurozona se llama periféricos a los países más pobres, mientras en España se llama así al nacionalismo catalán y vasco. Pues bien, ahora mismo en ambos ámbitos se cruzan intensos debates sustantivados con un mismo término: el proceso, en singular. En el País Vasco, el proceso es el llamado proceso de paz, cuyo último acto es el teatrito de títeres que hace poco representó ETA. Y en Cataluña, el proceso es la llamada consulta que reclama el derecho a decidir. Un uso lingüístico ya generalizado, pues tanto promotores como adversarios saben qué se dice al usar tan manido vocablo.

¿Por qué se ha impuesto el término de proceso? ¿Cuál es la clave de su éxito político a fuer de lingüístico? Como dijo Wittgenstein, el significado de un signo está en su uso. Los tres usos más comunes de la voz, entendida como transformación hacia adelante en el tiempo (DRAE), son el económico (proceso de producción), el judicial (litigio contencioso, proceso criminal) y el histórico (evolución irreversible). Y todos ellos explican bastante bien la polisemia con que hoy se usa el llamado proceso catalán o vasco.

Como proceso productivo, lo que se pretende producir o fabricar en el caso vasco es la paz (make peace, not war), entendida como resolución del llamado conflicto vasco. Y en el caso catalán, lo que se espera fabricar o producir es el nacimiento de una nación (nation building). Más pertinente es el significado procedimental que se le atribuye al término en su uso judicial, pues el proceso alude al pleito contencioso de demandas y réplicas, dúplicas y contrarréplicas, donde ambas partes en litigio, la acusación y la defensa, pugnan por criminalizar a la otra tratando de probar sus respectivas razones y culpas, a la espera de ganar el juicio obteniendo un veredicto favorable y una sentencia condenatoria: delenda est Hispania.

Y finalmente, el uso histórico pero también sociológico sugiere el determinismo teleológico que se predica de las leyes universales, como en los conocidos procesos de industrialización, de racionalización, de modernización o de civilización. Unos procesos ineluctables caracterizados por la necesidad histórica que impondrían el advenimiento futuro de la gran meta final, de antemano predestinada: la escatológica Civitas Dei de Agustín, cuya sacralidad se transfiere a la independencia de la patria imaginada.

Pero aún existe otro factor no semántico que explica la insistencia en hacer de la cuestión nacional 'el proceso' por antonomasia (como se hacía con el PC para ningunear a los demás partidos). Y es la de reclamar para ella el monopolio de la verdad legítima, lo que según Bourdieu permite ejercer la hegemonía cultural o dominación simbólica. Pues llamar 'el proceso' al debate nacionalista implica entronizarlo como único tema admitido a trámite, expulsando a los demás fuera de la agenda pública para reducir el pluralismo político a la espiral del silencio unánime. Algo digno de El proceso de Kafka.

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