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Franco vive en Fráncfort

El Museo Städel defiende la exhibición de una efigie del dictador español como un documento de las tensiones en el arte de la época

Dos visitantes del museo Städel contemplan el busto de Franco
Dos visitantes del museo Städel contemplan el busto de FrancoSascha Rheker

La mirada broncínea de Francisco Franco está clavada en un lienzo de Anton Räderscheidt cuyo tema le habría agradado al dictador mucho más que sus trazos feroces y colores tóxicos. Son Adán y Eva contrahechos y sin rostro, recién expulsados de su hogar, como el propio Räderscheidt cuando los pintó tras su huida de los nazis a París junto a su novia judía. El retrato de Francisco Franco, en cambio, es una efigie minuciosa. La pericia del escultor Georg Kolbe se declara en la papada sin cuello, en la frente y la nariz resueltas, en las ojeras y en la carnosidad de una boca que, adornada de un bigotito más hitleriano que franquista en su ángulo de inclinación sobre el labio, cambia la “comedida sonrisilla de triunfo” que satirizó Juan Benet por el rictus de fría determinación propio de un hombre cruel. El dictador “menudo, atiplado, que se pirraba por los honores” recibió a Kolbe en 1938 en Burgos para que lo inmortalizara en una escultura de la que Hitler recibió un ejemplar. La obra está en el museo Städel de Fráncfort. Otra cabeza está en el Instituto Iberoamericano de Berlín, nadie sabía el viernes dónde; una tercera en el Museo Kolbe de la capital. Deben de quedar más en manos privadas porque, con unas 24 copias, fue el bronce más replicado del autor.

El jueves por la mañana, Agnes Schatteles apreció por un par de minutos el franco del Städel. Después consultó el texto explicativo bajo su peana de mármol gris mientras su esposo, Tibor, contemplaba el otro bronce de Kolbe expuesto al lado, en un pedestal más alto. “Me ha chocado encontrarme a Franco”. La canadiense de origen rumano admite que le había parecido “una buena escultura, un retrato logrado”, así que se paró para averiguar su identidad: “Me he sorprendido porque recuerdo los comienzos de su dictadura, y uno no espera encontrárselo en Alemania”.

En la sección de arte moderno del Museo Städel recuerdan dos quejas desde 2011 por la presencia del bronce en su exposición permanente. Una, explica su director, Felix Krämer, “la escribieron hace tiempo en el libro de visitas”. La otra fue una carta a la que respondió personalmente porque “no es cosa que tomar a la ligera”. Parece que su respuesta no satisfizo a los visitantes españoles. En tono bastante duro le siguieron afeando que pusiera el franco a la vista entre sus obras de arte.

Ah, no, a ese sí que no le querría ver", dice una alemana sobre la posibilidad de exponer un retrato de Hitler

El bronce está en la sala más pequeña de la primera planta, que alberga piezas de Picasso, Rodin, Manet, Chagall o Max Ernst. Junto a la salida de emergencia, la efigie del dictador tiene una compañía muy alejada de su propio gusto. A su derecha, el otro bronce de Kolbe queda más próximo a la vanguardia de entreguerras. El propio artista encarnó las contradicciones de la época a las que apunta la sala: entre los artistas alemanes hubo entusiastas nazis como Arno Breker, el escultor preferido por Hitler. También opositores que terminaron muertos o exiliados. Después abundó la gente como Kolbe, excelentes en lo suyo e indiferentes a la política, pero receptivos a agasajos o encargos del régimen.

Explica Krämer que la pequeña sala busca “enfrentarse con el pasado del museo”. La efigie fue un encargo de la organización hispano-alemana Hisma, que era una tapadera para suministrar armas al bando rebelde bajo el manto de acuerdos comerciales pacíficos. La historia queda explicada en el pedestal, que describe a Franco como “dictador fascista”. A la izquierda, un escrito en la pared recuerda al director del museo Georg Swarzenski, despedido en 1937 por su ascendencia judía. “Lo fácil ahora sería presentarnos como víctimas de los nazis y centrarnos solo en esta historia o en la de los cuadros que nos decomisaron como arte degenerado”. Pero la otra cara de esa época es que los jefes del museo compraban retratos hechos para agasajar dictadores. Esto plantea para Krämer preguntas sobre la misión de los museos y la conveniencia de “barrer la historia bajo la alfombra”. Pero ¿expondría a Hitler? “No me lo planteo, porque no tenemos un hitler… pero si se nos pusiera a tiro alguna fotografía hecha por Heinrich Hoffmann [su fotógrafo personal] intentaría comprarla”.

Frau Heimermann y su marido, un jubilado de Volkswagen, venían al Städel desde Wolfsburgo y pasaron ante la escultura sin reconocer al dictador. Cuando se lo dicen, él hace un gesto de rechazo y exclama con sarcasmo “qué gran tipo”. A ambos les gusta el bronce y conocen al modelo, “que era un criminal todavía en 1974, cuando estuvimos en España y había condenados a muerte por, ¿cómo se llama?, garrote; lo peor que se puede hacer”. ¿A favor o en contra de que se exponga? Tardan en decidirse, pero están de acuerdo con Krämer sin haberle oído: “Un museo no es un relicario, tiene otra función; esto es historia y está aclarada…”. ¿Y si fuera Hitler? Ella da un respingo: “Ah, no, a ese no le querría ver”. Krämer recuerda una visita reciente al Valle de los Caídos, que le hace sorprenderse aún más de las quejas de los visitantes españoles: “Allí la sensación es de que se ha parado el tiempo y no ha cambiado la ambición de glorificar a Franco”.

En la sala de arte de la época nazi del Städel, Schatteles remacha: “Es complicado pensar sobre arte, el artista tiene una idea que no va a expresar en palabras, para eso hace la escultura”. El economista jubilado escapó con su esposa de la dictadura de Ceaucescu en 1973, primero a Roma, después como académico a la Universidad de Oxford y de allí a Canadá, donde participa activamente en la comunidad judía. Tras mirar un rato el bronce, añade con sorna: “Lo que veo bien claro es que ese tío era demasiado serio para mí”.

 

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