Vamos a contar mentiras
Más allá y más acá de las leyes están los comportamientos, los usos democráticos
Cantábamos en el autobús cuando nos llevaban de excursión aquello de: “Ahora que vamos despacio / vamos a contar mentiras”. Y acaba de publicar Fernando Vallespín en Galaxia Gutenberg La mentira os hará libres. Realidad y ficción en la democracia, libro que inicia con una cita de elogio al auténtico mentiroso, con sus palabras sinceras y valientes, su magnífica irresponsabilidad, su desprecio natural y sano hacia toda prueba, porque si alguien es lo bastante pobre de imaginación para aportar pruebas en apoyo de una mentira, mejor hará en decir la verdad. Sabemos que la mentira se convierte en mentira cuando nace como verdad, porque nos tiene enseñado Peter Esterhàzy en Armonía celestial que “es harto difícil mentir sin conocer la verdad”. De ahí la facilidad con la que puede mentir, por ejemplo, el extesorero del Partido Popular Luis Bárcenas, dado que tiene encuadernadas las verdades de la contabilidad, las donaciones ilegales de los empresarios y los recibís que acreditan la percepción de los sobresueldos facilitados a los miembros de la cúpula de Génova.
Se ha definido la política como el espacio de las opiniones fluctuantes y las mentiras estratégicas, y también como el arte de gobernar a la humanidad mediante el engaño, y tenemos verificado que en los enfrentamientos dialécticos entre Gobierno y oposición, mientras cada parte trata de destruir la credibilidad de su rival, la política se convierte en una fábrica de simulación y desenmascaramiento. Así se observa en las sesiones de control parlamentario. Señala Vallespín que no estaría de más que, alguna vez, se computaran las respuestas fallidas, las que no se contestan, las que se trasladan a otra pregunta retórica a la gallega o se rebotan mediante otra imputación remitida al pasado del grupo parlamentario que la presenta. En el año y medio del gobierno de Mariano Rajoy, las respuestas desde el banco azul buscan siempre ese escape. Lo mismo da que se pregunte por la financiación ilegal de los partidos, por la reforma del Registro Civil, los efectos del proyecto de Ley de Costas, las ayudas a la Iglesia, su régimen de privilegio fiscal, la reforma de la ley de interrupción voluntaria del embarazo o el cultivo de los transgénicos, la respuesta suscitada siempre vuelve sobre el y tú más de cuando el grupo del preguntante estuvo en el poder, con una referencia orgullosa a que este Gobierno es el primero que ha depositado en el Congreso un proyecto de Ley de Transparencia.
Pero, como tiene escrito un buen amigo periodista, ni en esa ni en ley alguna pueden llegar a prohibirse por ejemplo las ruedas de prensa sin preguntas ni la ausencia física del presidente en sus comparecencias anunciadas ante los periodistas, sustituidas por la imagen en un monitor de plasma. Porque más allá y más acá de las leyes están los comportamientos, los usos democráticos. Porque es imposible que quede terminantemente prohibido todo aquello que no sea obligatorio, como indicaba Chumy Chúmez en una viñeta inolvidada aparecida en el diario Madrid. De la misma manera que tampoco se pueden prescribir como obligaciones lo que son usos elementales. Se atribuye a Maquiavelo la afirmación de que nunca decía lo que creía y nunca creía lo que decía, y que si alguna vez decía la verdad, la escondía entre tantas mentiras que era difícil de encontrar. Ahora todo este enredo queda más transparente en la frase que se dicen los colegas del botellón: “Si te dijera la verdad, mentiría”. Para que esta situación se haya instalado ha sido precisa la colaboración desinteresada de los medios de comunicación, convencionales y digitales, que añaden un ruido estruendoso que aturde a quienes se encuentran en el espacio público.
Ya advertía S. J. Lec (Pensamientos despeinados. Editorial Península. Barcelona 1997) que no nos dejáramos imponer la libertad de expresión antes que la libertad de pensamiento y que “intelectual de café” no es una definición unívoca porque hay que añadir de qué café. El caso es que en la situación actual se diría que el Gobierno parece decidido a darle la espalda a la realidad, pero el problema grave surge cuando la realidad acaba por rodearlo por todas partes. De todas maneras, habida cuenta de que el talento por su propia naturaleza es siempre algo superfluo, excesivo, desmesurado, es innecesario administrarlo. Por el contrario, su carencia es la que hay que cuidar como si fuera nuestro tesoro más preciado, evitar despilfarrarla a la ligera, guardarla para días mejores, como prescribe Esterhàzy. Un principio que debería ser tenido muy en cuenta para que en Génova no acaben destruyendo minuciosamente todo lo que se pudiera utilizar a su favor.
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