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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Sombreros mexicanos

Entre la corrupción institucional de México y la de España no hay tanta diferencia

La ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia en una imagen del documental de la BBC "La gran quiebra española".
La ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia en una imagen del documental de la BBC "La gran quiebra española".

Un espectáculo irritante que ofrece el verano español es el de aquellos turistas del norte de Europa que van de vuelta a sus países con gigantescos sombreros mexicanos de recuerdo. Irritante o, quizá, de risa. O de pena. En cualquier caso, el consenso en España sería que lo que delatan es ignorancia y la perezosa costumbre de colocar a todos los países “latinos”, aunque les separe un océano, en la misma cesta. Puede que haya llegado la hora de reexaminar este consenso.

Para las grandes masas del continente europeo da igual que esté Franco en el poder, o Felipe González, o Aznar, o Zapatero, o Rajoy; no se enteran ni les interesa enterarse de si el Gobierno de turno es dictatorial, inepto, eficaz, honesto o corrupto. La Marca España es lo que siempre fue. Representa un país donde hay sol, siestas, bailes, tapas, cerveza barata, alegre vida nocturna, violencia contra animales, gente simpática y chorizos. Chorizos en ambos sentidos de la palabra, claro. Se da por hecho, sin indagar en la cuestión en lo más mínimo, que los políticos —da igual que ocupen cargos en Madrid o en la alcaldía playera— son corruptos y pueblerinos.

Las élites europeas —los políticos, diplomáticos, banqueros, periodistas especializados, empresarios o burócratas de Bruselas— hacen un mayor esfuerzo para informarse. Hay algunos que conocen España muy bien, sus matices y su historia, que hablan un excelente castellano e incluso que tratan con frecuencia con miembros del Gobierno español. Un sondeo telefónico esta semana con representantes de este último grupo, después de que se publicaran las alegaciones de supuestos pagos a altos cargos del partido gobernante, dejó una conclusión inquietante. Que por más incultos que sean los que vuelven de sus vacaciones en España luciendo sombreros mexicanos no necesariamente están tan equivocados; que la distancia entre las percepciones simplistas de estos y las más sofisticadas de aquellos que se han esforzado para comprender las realidades españolas se ha achicado; que entre la corrupción institucional mexicana y la española, entre los hábitos políticos del país conquistado y los del antiguo conquistador, no hay tanta diferencia como muchos hubieran querido creer.

Lamentablemente para España, la crisis económica ha puesto el foco internacional sobre el país como nunca, o al menos desde la llegada de la democracia. Mientras todo iba bien ni los medios, ni los políticos, ni los banqueros de fuera sentían gran necesidad de anatomizar a la sociedad española. Hoy, en los círculos de poder extranjeros, poco pasa desapercibido. Hoy ven que se suma lo de los supuestos “sobres” del Partido Popular al Everest de acusaciones contra el yerno del Rey, a los 300 políticos españoles imputados por corrupción, a los aeropuertos vacíos construidos con dinero público, a la dimisión forzada del presidente del Consejo General del Poder Judicial. Como dijo The New York Times el viernes, “las investigaciones de corrupción han contaminado el tejido institucional de España, desde la Monarquía al Tribunal Supremo”.

Aunque lo de los supuestos sobres fuera fruto de una vil conspiración y sea verdad que el Partido Popular es “limpio y transparente”, como declaró el jueves su secretaria general, hay otro triste fenómeno percibido con nueva nitidez por los que observan de cerca a la elite política española: que de elite, en el sentido más estricto de la palabra, tienen poco. Aspiran a la primera división europea pero ocupan la tercera. En el fútbol, España es una superpotencia, pero en los foros políticos internacionales no pinta casi nada. En parte porque solo una pequeña minoría de políticos españoles han entendido que para tener voz en el “Club Europeo” es necesario hablar otros idiomas; en parte por el provincianismo de las obsesiones gubernamentales. Comentó un editorialista de un diario financiero europeo que cuando el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, habla en público es “como si pensara que estuviera en una aldea donde aún no ha llegado internet”.

La diplomacia española —“catatónica”, según la misma fuente— tampoco se ha lucido. Cuando la BBC transmitió un programa en diciembre sobre el desastroso impacto de la crisis en la Comunidad Valenciana, la Embajada de España en Londres respondió como hacen las repúblicas bananeras: mandando una indignada nota de protesta al editor responsable. (Más ridícula aún fue la respuesta de la alcaldesa de Valencia, que declaró, como ya es habitual en su partido cuando se encuentra a la defensiva, que se trataba de una conspiración anglosajona para destruir el turismo en su región).

La cuestión de fondo es si la percepción internacional de la Marca España incidirá en la capacidad de recuperación de la economía. Lo lógico sería pensar que sí. Pero quizá no. Pese a todo, las estadísticas demuestran que las exportaciones españolas crecen hoy a niveles históricos y la inversión directa desde el extranjero también. La corrupción destapada últimamente en España sorprende solo por su dimensión. Se ha demostrado que penetra todos los rincones políticos, de arriba abajo, desde la calle de Génova en Madrid a Lloret del Mar en la Costa Brava. Lo que queda claro, alimentado por las evidencias de que el fenómeno de los supuestos sobres del PP aparentemente existe desde 1997, sin olvidar que pocos años antes explotaron los escándalos de la era Felipe González, es que siempre se han hecho las cosas así en España, en tiempos de crisis y en tiempos de boom. “Business as usual”. El eterno estereotipo que han tenido los extranjeros de España no ha estado tan desacertado. Pero si el producto español y la mano de obra son competitivos, el dinero, que no tiene escrúpulos, vendrá. El ejemplo de México —también podríamos hablar de Indonesia, China, Brasil— es, en este aspecto, alentador. Por más corrupción institucional que haya, y por más que todo el mundo lo sepa, la economía mexicana crece a un ritmo envidiable (se estima entre 3% y 4 % para el 2013) y los dioses de los mercados internacionales rebosan confianza en el país.

El golpe hoy es a la moral de los españoles. El sueño de que viven en un país moderno europeo se ha esfumado. Y lo que sienten hoy es vergüenza, humillación, rabia, decepción. Nada más.

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